La lucha de Iara contra el cáncer (III): «Pagué 4.000 euros por una ambulancia en la que casi fallezco» - Estados Unidos (ES)
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La lucha de Iara contra el cáncer (III): «Pagué 4.000 euros por una ambulancia en la que casi fallezco»

Publicado: mayo 28, 2025, 8:23 pm

El jueves 9 de mayo hice algo que nunca había hecho en los diez años desde que me diagnosticaran un sarcoma ultrarraro (condrosarcoma extraesquelético mixoide) que solo afecta a 1 de cada millón de personas: organicé una reunión que parecía una despedida . Junté a mis amigos y celebramos en casa. Había algo en mí que lo sabía. Que presentía la muerte. No en vano el cáncer ha invadido mis pulmones, mi páncreas y mi cerebro. Y esto último es aún más extraño, porque solo hay 15 casos reportados en el mundo con ese tipo de metástasis . Pero no vino ese día. Solo los besos, los abrazos, el amor. La llamé ‘la fiesta funeral’. Y fue tan hermosa que pensé: si me voy ahora, me voy bien acompañada. Pero no me fui. Esa misma noche empecé a toser y a sangrar. Ya me había pasado en noviembre: hemoptisis . Pero esta vez era distinto. Esta vez era de verdad. Una amenaza real. Mis familiares se pusieron nerviosos, llamaron a una ambulancia, pero estábamos en Betanzos, lejos del hospital. Me subieron a un coche. Sonia y Lidia, mis amigas, fueron por delante a dar la voz de alarma: —Va a llegar una persona muy malita, con una hemorragia. Tienen que estar preparados. Y lo estuvieron. Una camilla me esperaba. Me atendió Bruno, un médico que había sido compañero mío en el colegio. La vida tiene estos giros: cuando estás más cerca de morir, aparecen los rostros que marcaron tu infancia. El diagnóstico no fue hemoptisis, sino neumonía. Empezaron a medicarme para frenar el sangrado, pero no podían asegurarme nada. —Si no paras, no te podemos operar —me dijeron—. Y si no te operamos, hay riesgo de fallecimiento. Yo solo pensaba en ir a Madrid aunque algunos médicos, amigos e incluso familiares me decían que me quedara en La Coruña. Que aquello era una locura. Que el viaje era demasiado peligroso y podría morir. Pero en mí había algo, llámalo corazonada, llámalo destino, que me decía que, aunque todos tenían su parte de razón, debía ir a Madrid para sobrevivir. Algo así como un jugador que tira los dados pensando que va a ganar. Yo solo pensaba en el doctor Casado. Me lo había prometido: que si llegaba al Hospital Clínico San Carlos , me trataría de inmediato. Me aferré a esa promesa como quien se aferra a un salvavidas. Pedí el alta voluntaria en La Coruña a pesar de que la apuesta era muy arriesgada. Pero era mi apuesta y mi decisión. No la de nadie más. Porque solo yo, como paciente, tengo el derecho a decidir sobre mi vida y sobre mi muerte. Mi familia, mi pareja, mis amigos: todos lo hicieron posible. Conseguimos una ambulancia privada por 4.000 euros —que nunca recuperaré—, con una enfermera, un técnico, y como escudo emocional, el amor de todos los que me rodeaban. Y ahí, en la ambulancia, pasó algo que no olvidaré. Me tuvieron que canalizar en plena marcha, con la carretera llena de curvas. El técnico, mientras intentaba ponerme una vía, me pedía perdón porque no encontraba la vena. Cada bache era una tortura . Yo sangraba, y el miedo también salía por mi piel. Pero la enfermera me agarró la mano y me dijo: —No te preocupes, Iara. Vamos a llegar. Y miraba a mi hermano y Sonia con deseo de que eso sucediera. Llegamos . A las 8:30 de la mañana del viernes ya estaba entrando al Hospital San Carlos. Me bajaron con gafas de sol, como una guerrera que acaba de superar una batalla decisiva. Sentí que había salvado la vida. Pero no era el final: era el principio de otro laberinto. Porque las comunidades autónomas no se entienden. No había coordinación entre hospitales. Llevábamos informes en CD y USB, pero no todos los ordenadores los leían. Sonia y Ramón corrían con papeles por los pasillos. Lidia iba a copisterías por Madrid. Se tardó seis horas en copiar mi historial clínico. Y aun así, Jorge, el oncólogo de urgencias, tuvo que empezar de cero. No tenían nada de mí. Al final ingresé ese mismo día. Me cortaron el sangrado. Empecé el tratamiento el lunes. Ciclofosfamida. Un protocolo difícil. A eso se sumó un trombo. Sangraba por dentro. Y si me anticoagulaban, podía morir. Y si no me anticoagulaban, también. Tenía dos bombas de relojería en el cuerpo: el cáncer y el trombo. Cada médico parecía tener una pieza de mi rompecabezas, pero nadie lo veía completo. Aun así, seguí. Radioterapia. Quimioterapia. Transfusiones. Esperas. Y miedo. Mucho miedo. Pero también fe. Fe en que vivir es una decisión. Y que esa decisión, en última instancia, no es del médico. Es mía. Hoy es 25 de mayo. Estoy en urgencias, pero viva. Empecé este texto sin saber si lo escribiría desde la vida o desde el borde. Ahora sé que lo escribo desde la trinchera. Desde el cuerpo que resiste. Desde la mujer que aún sangra, pero no se rinde. Desde alguien que sigue buscando su espada. Porque vivir, a veces, no es más que eso: atreverse a luchar, incluso cuando todos los pronósticos dicen que no.

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