Publicado: octubre 15, 2025, 5:23 am
Creo que uno de los momentos mundanos más incómodos que existen es cuando uno cumple años y llegan las velas. Ese instante en el que la gente te canta el cumpleaños feliz y tú, ahí, en medio, tienes dos opciones: o cantar con ellos y aplaudir como un mono con dos platillos, o quedarte sonriendo impávido, mientras recibes la avalancha de aplausos y sonrisas en tu honor, sin hacer nada más que ser testigo de la admiración y el entusiasmo que te profesa, por unos segundos, el resto del mundo.
Dos tipos de personas. Las primeras, con cierta empatía, se aplauden y se cantan a ellas mismas de manera ridícula, pero inevitable, para compensar la vergüenza e incomodidad del momento. Y las segundas, más sobradas de ego, disfrutan acaparando todas las miradas, recibiendo cada uno de esos aplausos que les van hinchando el pecho como se hincha una colchoneta de piscina, a ritmo de soplido.
Donald Trump es de los segundos. A eso me ha recordado la interminable ovación que recibió en el Parlamento israelí tras el anuncio del alto el fuego y la liberación de rehenes. Aplausos infinitos para alabar al gran pacificador que, henchido de orgullo, ha absorbido todos en un acto de megalomanía y narcisismo, propio de los niños más pequeños y de él mismo. Un niño grande que vive el proceso de paz como si fuera su cumpleaños, como único y gran protagonista porque siente que es su día, que es su momento, aunque una mujer le haya robado el premio (Nobel).
Ojalá esa paz en Gaza sea real y efectiva, es lo que espera el mundo entero, pero me temo que lo único que quiere Trump, como cualquier niño en su cumple, es repartirse la tarta y los regalos; y a unos le regalan una pelota y a otros… un resort.