Publicado: junio 30, 2025, 12:23 am
El 30 de octubre de 1961, un bombardero soviético surcó los cielos del Ártico rumbo a Novaya Zemlya. Bajo su fuselaje pendía un artefacto del tamaño de un autobús: una bomba nuclear sin precedentes. A las 11:32, la llamada Bomba Tsar se liberó. Un paracaídas ralentizó su caída, permitiendo que el avión se alejara. Luego, una detonación iluminó el cielo con una bola de fuego de casi 10 kilómetros de diámetro y una nube en forma de hongo que ascendió más de 65 kilómetros. El espectáculo era surreal: la bomba, con 50 megatones de poder explosivo (más de 3.300 veces la de Hiroshima), se convirtió en símbolo de la locura nuclear.
Pero pudo ser mucho peor.
El despertar de una nueva era. Con el bombardeo atómico de Hiroshima y Nagasaki en agosto de 1945, el mundo cambió de forma irreversible. Aquellas bombas, de 16 y 21 kilotones respectivamente, marcaron el inicio del poder destructivo sin parangón de las armas nucleares. Sin embargo, pese a su temible capacidad, estas armas fueron solo el primer paso hacia una escalada tecnológica mucho más siniestra.
Lo que vendría después trascendería la imaginación más temeraria. La bomba más potente jamás detonada sería esa Tsar soviética de 50 megatones, aunque diseñada para alcanzar los 100. Sin embargo, lo más perturbador es que esa no era la cumbre. A escondidas, Estados Unidos había planeado algo aún más descomunal.
El concepto “super”. Las bombas de Hiroshima y Nagasaki se basaban en fisión: una reacción en cadena en la que núcleos pesados se dividen liberando energía. Pero como decíamos, en paralelo a su desarrollo, algunos científicos imaginaban un segundo estadio: la fusión.
Esta implicaba la unión de núcleos ligeros (como deuterio y tritio) para formar uno más pesado, liberando aún más energía. Ocurre que esta reacción requería una explosión inicial de fisión para activarse, lo que daría lugar al concepto de las bombas de hidrógeno. En la década de 1940 eran solo una especulación teórica… pero todo cambió muy pronto.
Fotografía de una réplica de la carcasa de la Bomba Tsar
Que viene el comunismo. Tras la detonación de la primera bomba atómica soviética en 1949, Estados Unidos aceleró sus programas termonucleares. El temor al comunismo, potenciado por la revolución en China ese mismo año, hizo que el Consejo de Seguridad Nacional recomendara cuadruplicar el gasto militar.
En ese contexto, aparecen las figuras de Edward Teller y Stanislaw Ulam, quienes idearon el diseño que aún hoy sustenta las bombas H. En 1952, la prueba “Mike” de la Operación Ivy demostró por primera vez el principio termonuclear: una explosión de 10,4 megatones (500 veces Nagasaki) que dejó un cráter de 1.900 metros de ancho.
A pesar de semejante fuerza, aquello no fue suficiente para Teller.
El germen de Sundial. Dos años después, en 1954, se detonó la denominada como bomba “Shrimp” durante la prueba Castle Bravo. Se esperaba una explosión potente, pero el resultado de 15 megatones (1.000 veces Hiroshima) sorprendió incluso a sus diseñadores, tanto por su fuerza como por el devastador nivel de radiación liberado. Con todo, el ímpetu de Teller tampoco se detuvo ahí. Quería más, muchísimo más.
Fue entonces cuando surgió uno de los proyectos más delirantes y aterradores de la historia nuclear: el Proyecto Sundial. Ideado por Teller y sus colegas del Laboratorio de Radiación de Livermore, el plan proponía una nueva escala de destrucción: no ya kilotones o megatones, entramos en los gigatones.
Un par de hermanos. Se diseñaron dos armas: Gnomon y Sundial. Gnomon actuaría como “primaria”, con una detonación de 1.000 megatones destinada a detonar a Sundial, que alcanzaría una potencia de 10.000 megatones, es decir, 10 gigatones. Por situarlo en perspectiva vuelve a pensar en la imagen del inicio.
Bien, la cifra supera 200 veces la Tsar Bomba, y casi no cabe en el marco conceptual de la física de explosiones convencionales.
El apocalipsis en potencia. La lógica detrás de Sundial desborda cualquier cálculo tradicional. A tales potencias, las leyes de escalamiento de la destrucción pierden cualquier validez: el calor, la presión y la energía liberadas serían tan monstruosos que, a priori, abrirían un agujero en la atmósfera.
De hecho, un informe del Bulletin of the Atomic Scientists señalaba que una bomba como Sundial, detonada a unos 45 kilómetros de altitud, podría provocar incendios en una zona del tamaño de Francia. El número de muertos sería impensable, no solo por la explosión inmediata sino por las secuelas radiactivas globales. Hiroshima, con 140.000 víctimas, sería un suspiro frente al cataclismo que representaría Sundial.
No era ciencia ficción. Aunque podría parecer una fantasía de laboratorio, el proyecto Sundial no fue una broma ni una ocurrencia excéntrica. Documentos desclasificados y análisis históricos indican que el equipo de Livermore trabajó en serio durante años en el desarrollo de Gnomon, con planes concretos para probarlo en la Operación Redwing de 1956.
Aquella prueba se canceló, pero la sola existencia del plan muestra hasta qué punto el temor, la ambición científica y la política de disuasión habían empujado a las superpotencias a bordear el abismo de lo inaceptable.
Ecos de Sundial. Sundial jamás se materializó, pero su mera concepción obligó a una reflexión crítica en la política estadounidense. El creciente poder destructivo de estas armas desbordaba no solo la estrategia militar, sino también la ética, la logística y la propia física terrestre.
Si bien muchos descartaron su utilidad táctica por ser impracticable (una bomba de tales dimensiones era imposible de lanzar), su potencial como instrumento de terror simbólico era enorme. Como con la bomba Tsar, su valor era más político que operativo: una amenaza flotante que mostraba hasta dónde podía llegar una nación si lo deseaba.
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Monstruo en las sombras. Finalmente, el Proyecto Sundial se fue diluyendo entre restricciones políticas, tratados internacionales y el sentido práctico (sin que sirva de precedente). La ratificación del Tratado de Prohibición Parcial de Ensayos Nucleares en 1963 supuso un freno a las pruebas atmosféricas, lo que en la práctica imposibilitó seguir avanzando en el desarrollo de armas de rendimiento extremo.
La estrategia pasó entonces a favorecer ojivas múltiples más pequeñas, portables y operativas, dejando atrás la visión de apocalipsis total que representaban Sundial y su prima hermana soviética.
Imaginar lo inimaginable. Qué duda cabe, hoy Sundial es apenas un pie de página en la historia de la guerra nuclear, pero su lección debería ser imborrable. Nos recuerda algo que no debemos olvidar ahora que parece todo tan beligerante: no hay límite técnico al poder destructivo que el ser humano puede construir si lo desea.
Sundial y todos los años de investigaciones a su alrededor se guardaron en una caja fuerte para que nadie la vuelva a abrir. Sin embargo, la cuestión ya no parece tanto si podemos revivirla, sino por qué demonios lo desearíamos. Mientras las potencias nucleares modernas exploran nuevas formas de entrega (desde drones submarinos hasta sistemas hipersónicos), la lógica que dio origen a Sundial sigue más latente que nunca.
Si se quiere, la amenaza ya no es solo física, sino simbólica: la de una humanidad capaz de imaginar su propia aniquilación a escala planetaria.
Imagen | National Security Archive, Croquant
En Xataka | Así fue la explosión de la bomba rusa Tsar que tenía 3.000 veces la potencia de la que se lanzó en Hiroshima
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La noticia
En 1950 dos científicos se preguntaron si era posible una bomba nuclear de 10 gigatones. Sus resultados están escondidos bajo llave
fue publicada originalmente en
Xataka
por
Miguel Jorge
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