Publicado: julio 30, 2025, 3:24 pm
De las ruinas del Coliseo de Roma hasta los acueductos que siguen en pie después de más de 2.000 años, el hormigón romano ha sido durante milenios un enigma para ingenieros y científicos. En contraste, la vida útil estimada de muchas de nuestras modernas construcciones apenas roza los 50 años, un lapso de tiempo que, comparado con la longevidad romana, resulta asombrosamente breve, casi ridículo. ¿Qué sabían los ingenieros romanos que nosotros, con toda nuestra tecnología, parecemos haber olvidado? Hoy, con su secreto ya desvelado, los científicos se preguntan si, en pleno siglo XXI, aplicar su técnica podría ayudarnos a salvar el planeta. Tanto entonces como ahora, los edificios y grandes estructuras se construyen con hormigón, un material fundamental para nuestra civilización. Y aunque la tecnología ha avanzado exponencialmente en este campo, la durabilidad a largo plazo, desde luego, ha retrocedido. Lo cual sugiere que la ‘innovación’ en el hormigón moderno se ha centrado más en aspectos como la velocidad de producción que en la capacidad de perdurar. No se trata, por lo tanto, de una mera falta de conocimiento, sino más bien de una elección de prioridades que refleja dos filosofías diferentes, la romana y la nuestra, a la hora de construir. Ahora bien, cuando ya conocemos los secretos de su fórmula, un estudio recién publicado en la revista ‘ iScience ‘, de Cell Press, ha puesto el foco en un aspecto muy diferente, y se pregunta si ‘volver’ al hormigón romano podría mejorar la sostenibilidad de la producción de hormigón moderno, que es uno de los mayores contaminantes del mundo. Hoy, en efecto, la producción de hormigón tiene un impacto ambiental más que considerable, contribuye a la contaminación del aire y es responsable de aproximadamente el 8% de las emisiones globales de CO2 antropogénico y el 3% de la demanda energética mundial total. Ante estas cifras, la búsqueda de alternativas más sostenibles se ha vuelto una prioridad en la carrera por ‘descarbonizar’ la industria de la construcción. Por no hablar de que la demolición de edificios, por ejemplo, libera grandes cantidades de polvo de hormigón a la atmósfera, un contaminante peligroso. Y aquí es, precisamente, donde entra en juego el hormigón romano. Tanto el hormigón romano como el moderno tienen en común un componente fundamental: la piedra caliza. Cuando se calienta a temperaturas extremadamente altas, la caliza se descompone, liberando CO2 y produciendo óxido de calcio. Este último, al combinarse con otros minerales clave y agua, forma una pasta que actúa como aglutinante. El hormigón moderno se elabora mezclando cemento con varios tipos de arena y grava. Y se refuerza con vigas de acero (hormigón armado), cosa que los romanos no hacían . El hormigón romano, sin embargo, conocido como opus caementicium, era un material extraordinario que no necesitaba refuerzo alguno y cuya composición y método de fabricación lo distinguían radicalmente de su contraparte moderna. Los romanos utilizaban una mezcla de cal viva, agua y, crucialmente, ceniza volcánica, a la que llamaban puzolana. Esta ceniza, abundante en lugares como Pozzuoli, cerca de Nápoles, no era un simple relleno inerte, sino un ingrediente activo que, al mezclarse con la cal, creaba una matriz que no solo fraguaba, sino que ganaba resistencia con el tiempo, especialmente en ambientes húmedos o marinos. Durante mucho tiempo, los investigadores supusieron que la clave de la durabilidad romana residía únicamente en la puzolana. Sin embargo, un estudio del MIT y Harvard en 2023 desveló un detalle crucial: el proceso de ‘mezcla en caliente’. En lugar de ‘apagar’ la cal viva con agua antes de la mezcla, como se hace normalmente, los romanos la añadían directamente con las cenizas y los áridos. Lo cual generaba una reacción exotérmica, es decir, que liberaba calor, creando pequeños fragmentos de cal viva, los ‘clastos de cal’, que antes se pensaba que eran meros defectos o impurezas en la mezcla. Pero no se trataba de eso, sino de una estrategia bien pensada, de una verdadera genialidad y, al final, del secreto de la durabilidad de sus construcciones. Cuando una grieta aparecía en el hormigón romano y el agua de lluvia lograba filtrarse, en efecto, esos pequeños fragmentos de cal reaccionaban químicamente con ella, generando cristales de carbonato de calcio que rellenaban y sellaban la fisura desde dentro. Es decir, que el hormigón ‘se reparaba solo’, como si tuviera un ‘sistema inmunológico’ propio que le permitía responder frente al daño, de un modo similar a como los organismos vivos reparan sus tejidos. Una vez conocido el secreto, el presente estudio se pregunta si, debido precisamente a su gran durabilidad, el hormigón romano podría ser una alternativa, también, más sostenible para la construcción de hoy en día. Bajo la dirección de la ingeniera Daniela Martínez, de la Universidad del Norte en Colombia, los autores del nuevo estudio compararon la ‘huella ambiental’ de ambos tipos de hormigón. Utilizaron modelos para estimar el volumen de materias primas necesarias (como caliza y agua) y la cantidad de CO2 y contaminantes atmosféricos producidos. Dada la variabilidad en las recetas romanas, compararon múltiples fórmulas antiguas con diferentes proporciones de caliza y puzolana. Además, analizaron la sostenibilidad de las técnicas de producción antiguas y modernas, y el uso de distintas fuentes de energía (combustibles fósiles, biomasa o energía renovable). Los resultados fueron sorprendentes. En contra de lo esperado, resultó que la producción de hormigón romano generaba emisiones de CO2 similares, e incluso mayores que las del hormigón moderno. «Contrariamente a nuestras expectativas iniciales -explica Mafrtínez-, la adopción de formulaciones romanas con la tecnología actual puede no producir reducciones sustanciales en las emisiones o la demanda de energía». Lo cual sugiere que el simple hecho de replicar la receta antigua no es una panacea para el problema de las emisiones. Sin embargo, la investigación sí encontró un punto a favor del hormigón romano en lo que respecta a la calidad del aire. Y es que el uso de la fórmula antigua resultaría en menos emisiones de contaminantes atmosféricos como el óxido de nitrógeno y el óxido de azufre, sustancias dañinas para la salud humana. Estas reducciones, que oscilaron entre el 11% y el 98%, se mantuvieron independientemente de si la producción de hormigón romano se alimentaba con combustibles fósiles, biomasa o energía renovable, siendo esta última la que generó las mayores reducciones. Pero la verdadera ventaja del hormigón romano radica, una vez más, en su excepcional durabilidad. Y es aquí donde la balanza se inclina a su favor como una opción más sostenible a largo plazo, especialmente para aplicaciones de alto uso como carreteras y autopistas, que típicamente requieren mantenimiento y reemplazo regulares. «Cuando consideramos la vida útil del hormigón -afirma Martínez-, es cuando empezamos a ver los beneficios». Sabbie Miller, ingeniera de la Universidad de California en Davis y coautora del estudio, subraya este punto: «En los casos en que prolongar el uso del hormigón puede reducir la necesidad de fabricar nuevos materiales, un hormigón más duradero tiene el potencial de reducir el impacto ambiental». Imaginemos, por ejemplo, un puente de hormigón moderno que necesita ser reparado o reemplazado cada 50 años, en comparación con una estructura romana que permanece funcional por 1000 años. La menor frecuencia de construcción, demolición y transporte de materiales asociados a la mayor durabilidad se traduce en un ahorro significativo de energía y emisiones. Sin embargo, hacer esta comparación no es sencillo. El hormigón moderno solo se ha producido durante los últimos 200 años, y a diferencia del hormigón armado moderno, las estructuras romanas antiguas no utilizaban barras de acero para aumentar su resistencia. Paulo Monteiro, de la Universidad de California en Berkeley y también coautor del estudio, advierte: «La corrosión del refuerzo de acero es la principal causa del deterioro del hormigón, por lo que las comparaciones deben hacerse con gran cuidado». La presencia de armaduras metálicas en el hormigón moderno, en efecto, introduce una variable compleja que no existía en las construcciones romanas. La corrosión del acero, producto de la exposición al agua y al oxígeno, puede generar expansiones internas que fisuran el hormigón, comprometiendo su integridad estructural. La propuesta de ‘volver’ al hormigón romano ya ha generado diversas reacciones en la comunidad científica. Manuel F. Herrador, doctor ingeniero de caminos y profesor de Estructuras de Hormigón de la Universidad de A Coruña, aunque valora la calidad del estudio, matiza las expectativas. «La formulación del hormigón romano es bien conocida, porque nos ha quedado por escrito -explica Herrador-. Efectivamente, sabemos que es un hormigón más durable que los que se usan habitualmente hoy en día, pero también que es menos resistente, tarda más en fraguar, depende de componentes (como las cenizas volcánicas) que no se pueden obtener con facilidad en cualquier sitio, y en algunos de sus usos más vistosos (me refiero a las mezclas con agua de mar) son incompatibles con las armaduras de acero que son imprescindibles en nuestras estructuras de hormigón armado y pretensado». Las lecciones del hormigón romano, según este experto, ya están integradas en la ingeniería moderna. Las normativas actuales ya contemplan el uso de adiciones de cenizas que, de hecho, se emplean con normalidad en estructuras con requisitos especiales de durabilidad. Además, Herrador apunta a que existen líneas de investigación más prometedoras para la descarbonización del cemento, como los llamados ‘cementos verdes’. Estos nuevos materiales exploran el uso de otros subproductos industriales, como las cenizas de fondo de los altos hornos o los residuos de la industria maderera, ofreciendo vías innovadoras para reducir la huella de carbono. Un ejemplo notable es el cemento de escoria de alto horno (GGBS), que utiliza un subproducto de la fabricación de acero, reduciendo significativamente la necesidad de clinker de cemento Portland, el componente más intensivo en emisiones. Otro es el cemento de cenizas volantes, que incorpora un residuo de la combustión del carbón en centrales eléctricas, desviando estos materiales de los vertederos y aprovechando sus propiedades puzolánicas. El estudio, sin embargo, deja claro que la sostenibilidad en la construcción no pasa necesariamente por una replicación exacta de las técnicas antiguas, sino por una comprensión profunda de sus principios. Los romanos construían para la eternidad, mientras que hoy prima la rapidez, lo que redunda en una especie de ‘obsolescencia programada’ de muchas de nuestras edificaciones. «Hay muchas lecciones que podemos extraer de los romanos, -concluye Daniela Martínez-. Si conseguimos incorporar sus estrategias a nuestras ideas innovadoras modernas, podremos crear un entorno más sostenible». En el futuro, los investigadores planean desarrollar análisis más detallados para comparar el rendimiento y la vida útil del hormigón romano y moderno en diferentes escenarios. La meta no es simplemente copiar, sino aprender y adaptar. La durabilidad intrínseca del hormigón romano nos enseña que la longevidad es un pilar fundamental de la sostenibilidad. Si podemos diseñar materiales que, aunque inicialmente puedan requerir una energía similar para su producción, duren el doble o el triple, el ahorro de recursos y la reducción de emisiones a largo plazo serán inmensos.