Publicado: octubre 9, 2025, 1:11 pm
Hace años he estado interesado en escribir sobre el Premio Nobel de Medicina. Ahora, a 125 años de su primera entrega, me animo a hacerlo. Siempre me han intrigado los criterios para otorgar los premios, las nacionalidades, las universidades, el sexo y la edad de los galardonados. Espero con este texto empezar a compartir hechos y reflexiones acumuladas. Más que una lista de ganadores, el Nobel es un espejo de la medicina misma: refleja sus tensiones entre saber y poder, entre descubrimiento y reconocimiento, entre la innovación y la celebración, entre la medicina que cura y la que previene. Cada galardón dice tanto sobre el avance médico como sobre las jerarquías que lo sostienen.
La medalla del Nobel, de oro reciclado de 18 quilates y con un peso cercano a 175 gramos, tiene un valor material alrededor de 12 mil dólares, pero un significado de largo aliento, condensa el mito del mérito. Además del honor, el premio está dotado con 11 millones de coronas suecas —alrededor de 1.17 millones de dólares—, cantidad que se reparte, cuando más de una persona es galardonada. Pero su verdadero valor no está en el oro ni en el dinero, sino en el capital simbólico que otorga: prestigio vitalicio, invitaciones aseguradas con gastos pagados y autoridad para hablar en nombre de la ciencia en donde se pare. El Nobel distingue y transfigura. Convierte a sus ganadores en figuras tutelares del conocimiento médico contemporáneo.
Según el sitio oficial de la Fundación Nobel (2025), el Premio de Medicina ha sido otorgado 116 veces a 232 personas. Solo 14 han sido mujeres. En promedio la edad de los premiados es de 56 años. El más joven fue el canadiense Frederick G. Banting, en 1923, con 31 años, por su descubrimiento de la insulina; el mayor, el estadounidense Peyton Rous, que recibió el galardón en 1966, a los 87, por describir el virus causante del sarcoma. Entre ambos se dibuja el arco temporal de la ciencia moderna: de la intuición precoz a la confirmación tardía.
Apenas diez laureados provienen del Sur Global —siete países en total: Sudáfrica (3), Argentina (2), Venezuela, Brasil, India, Egipto y China (1 cada uno)—. El resto, 96 %, procede de Europa Occidental, los países nórdicos, Estados Unidos y Canadá, donde históricamente se han concentrado los recursos, las redes de investigación y el poder de definir qué saberes cuentan como universales. Las cifras dibujan una geografía del prestigio, una cartografía del poder de decidir quién, según la Fundación Nobel, puede producir verdad en nombre de la humanidad.
El Nobel no es un espejo del progreso médico, sino un dispositivo de consagración. Cada octubre, desde 1901, el Comité del Instituto Karolinska en Suecia premia un descubrimiento al dictar los límites del saber legítimo. Lo que parece una celebración del mérito individual es también un acto de gobierno epistémico. El premio otorga visibilidad, pero también produce silencio. Determina qué formas de conocimiento merecen ser narradas como ciencia y cuáles quedarán relegadas a la periferia.
El recorrido del Nobel es, en el fondo, la historia de cómo la medicina moderna ha cambiado. A comienzos del siglo XX, los premios consagraban la observación anatómica: Ramón y Cajal, Pavlov, Golgi. En la era de Fleming, el cuerpo se transformó en campo de batalla contra el germen: la penicilina simbolizó la victoria del laboratorio sobre la enfermedad. Luego llegó la era del gen: Watson y Crick convirtieron el ADN en nuevo órgano de verdad, y la célula se volvió el escenario de lo visible. A finales del siglo XX, la biotecnología y la bioinformática empujaron el saber médico hacia la ingeniería de la vida. Hoy, el cuerpo es traducido a datos y la enfermedad se modela en algoritmos.
El Nobel de 2025 encaja con esa secuencia. Mary E. Brunkow, Fred Ramsdell y Shimon Sakaguchi fueron premiados por descubrir el papel de las células T reguladoras (Tregs) y del gen Foxp3, fundamentales para evitar que el sistema inmunitario ataque al propio organismo. Su hallazgo abrió la puerta a terapias innovadoras contra enfermedades autoinmunes y a nuevas formas de inmunoterapia en cáncer. Es un descubrimiento admirable y de enorme impacto clínico, pero también ilustra la dirección hacia la que se desplaza el reconocimiento científico. Con los años, el Nobel parece premiar cada vez menos la ciencia que entiende la vida y más la que intenta controlarla. La curiosidad ha sido reemplazada por la capacidad de predecir o corregir el cuerpo.
El régimen de veridicción
Foucault (1976) llamaba régimen de veridicción al conjunto de reglas que definen qué puede contarse como verdad. El Nobel de Medicina ha sido, desde su origen, uno de esos regímenes. Define lo “beneficioso para la humanidad” en términos biomoleculares y curativos. La epidemiología social, la salud pública, la salud global, la medicina comunitaria o los saberes del cuidado quedan fuera de su horizonte. La desigualdad, el género, la pobreza o el ambiente no han sido ni son categorías premiables, y nada indica que lo vayan a ser pronto.
El premio traduce la idea de que la humanidad se salva en el laboratorio, no en el territorio. El resultado es una historia sesgada: ninguna mujer fue laureada hasta 1947 y ninguna mujer del Sur Global lo ha sido jamás. La humanidad premiada es, en la práctica, la que ya tiene infraestructura, capital simbólico y pasaporte de investigación. Los saberes situados quedan fuera no por falta de mérito, sino por no caber en el horizonte de lo premiable
El Comité Nobel no publica criterios detallados de evaluación y tiene una regla de secrecía casi litúrgica: “para proteger la independencia del jurado y la reputación de los candidatos, conserva cerrado el archivo de quienes postularon al reconocimiento por cinco décadas”. Solo conserva la fórmula heredada de Alfred Nobel —“el mayor beneficio para la humanidad”—, una expresión tan moral como imprecisa que cada generación traduce según su propio poder científico. Esa vaguedad permite que el galardón funcione como instrumento de legitimidad. Solo se premia aquello que coincide con la racionalidad dominante de su tiempo.
La ley de Mateo
El sociólogo Robert K. Merton (1977) describió hace décadas un principio que tomó del Evangelio según San Mateo: “Porque al que tiene se le dará, y tendrá en abundancia; pero al que no tiene, aun lo que tiene le será quitado” (Mt 25:29). En la ciencia, explicó Merton, esa lógica se traduce en prestigio acumulativo: el reconocimiento se concede con mayor facilidad a quienes ya lo poseen. El Nobel es su expresión institucional perfecta. Otorga el premio al que ya fue premiado por el sistema.
Los laboratorios galardonados suelen estar en universidades que concentran los recursos de investigación global. Las redes de colaboración, las revistas de alto impacto y los fondos privados operan como filtros previos del reconocimiento. El Comité Nobel solo consagra lo que ya fue consagrado por la infraestructura del Norte. Los descubrimientos del Sur —cuando existen— se validan si migran al Norte: por ejemplo, Baruj Benacerraf, nacido en Caracas, obtuvo el premio como ciudadano estadounidense; Peter Medawar, nacido en Río de Janeiro, renunció a su nacionalidad y lo aceptó, despues de migrar, como británico. El mérito tiene nacionalidad institucional, no biográfica.
El principio de Mateo, aplicado al saber, normaliza la desigualdad. Convierte la acumulación en virtud y la visibilidad en mérito. La ciencia, al premiarse a sí misma, refuerza su propio mapa de poder. Como observó Harriet Zuckerman (1996), los laureados tienden a formar una “élite científica cerrada” que controla la definición misma del éxito.
El recuento histórico es elocuente. De los 232 laureados en Medicina: 106 son de Estados Unidos o Canadá, 96 de Europa Occidental, 12 de Asia industrializada (Japón, Israel, Corea del Sur), 8 de Oceanía y 10 del resto del mundo: Argentina, Venezuela, Brasil, Sudáfrica, India, Egipto y China. Hasta la fecha son 31 países los que albergan a los premiados. La distribución más que estadística es simbólica. Define la geografía del saber que se considera universal. El Sur Global aparece como territorio de aplicación, no de invención. El premio reproduce una jerarquía epistémica que coincide con la geografía del capital y de la lengua científica. La biomedicina anglófona funciona como idioma del mérito, lo que no se publica en inglés, difícilmente se premia.
Detrás del brillo del Nobel hay una larga sombra. Rara vez reconoce la ciencia que previene, que acompaña o que escucha. El Nobel valora el impacto terapéutico, no el impacto social; la innovación técnica, no la justicia sanitaria. El “beneficio a la humanidad” se mide en moléculas, no en vidas salvadas fuera del laboratorio. El Nobel de 2025, por más merecido que sea, reitera esa lógica, legitima la frontera del saber biomédico y deja intacta la desigualdad epistémica. El Sur Global sigue siendo laboratorio sin nombre, escenario de aplicación, consumidor de tecnología ajena. Y lo más grave es que el premio produce la ilusión de universalidad. Bajo la retórica del descubrimiento global, se oculta una economía del prestigio profundamente desigual.
Cerrar el círculo
El Nobel no distribuye conocimiento: lo capitaliza. Funciona como el banco central del mérito científico, donde el crédito simbólico se acumula en las mismas manos que dominan la economía del saber. Quizá el desafío contemporáneo no sea democratizar el Nobel, sino abrir el canon del descubrimiento: reconocer la pluralidad de saberes que sostienen la salud y devolverle a la ciencia su dimensión humana. La verdadera innovación estará premiar la comprensión tanto como la invención, el cuidado tanto como la molécula y la equidad tanto como el descubrimiento.
Referencias Recomendadas
- Foucault, M. (1976). La voluntad de saber. Siglo XXI Editores.
- Fundación Nobel (2025). https://www.nobelprize.org/prizes/medicine/
- Merton, R. K. (1977). La sociología de la ciencia: investigaciones teóricas y empíricas. Alianza Editorial, Madrid España.
- Zuckerman, H. (1996). Scientific Elite: Nobel Laureates in the United States. Transaction Publishers. NY. USA
*El autor es profesor Titular del Dpto. de Salud Pública, Facultad de Medicina, UNAM y Profesor Emérito del Dpto. de Ciencias de la Medición de la Salud, Universidad de Washington.
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