Publicado: octubre 8, 2025, 2:23 pm
Siendo estudiante, Susumu Kitagawa leyó un libro que hablaba de un viejo filósofo chino, Zhuangzi, que defendía que debemos cuestionar todo aquello que creemos inútil. Incluso si no aporta un beneficio inmediato (o no podemos verlo), eso no significa que no sea valioso.
Kitagawa pudo consagrarse a esa idea en cualquier campo de la actividad humana. Pero, como el libro era del físico (y nobel) japonés Hideki Yudaka, decidió dedicarse a la ciencia básica. Lo más inútil entre lo inútil.
¿Qué sentido tiene seguir trabajando en algo así?
En el 92, cuando presentó su primera construcción molecular, la verdad es que su trabajo hacía honor a esa inutilidad: «un material bidimensional con cavidades donde se podían ocultar las moléculas de acetona». Lo curioso, no obstante, es que «utilizó iones de cobre unidos entre sí por moléculas más grandes» como piezas de un rompecabezas.
Lo curioso para nosotros ahora, claro. En la primera mitad de los años 90, nadie le hizo el más mínimo caso. Kitagawa quería seguir trabajando con este tipo de materiales, pero la respuesta (una y otra vez) fue siempre la misma: No. En los años siguientes, todas y cada una de las ayudas que pidió le fueron denegadas.
Él, claro, no se rindió. Ni siquiera cuando en el 97 creó un material estable (capaz de absorber y liberar metano, nitrógeno y oxígeno sin cambiar de forma) la suerte le sonrió: nadie vio su atractivo. No es que estuvieran mal, pero ya había cosas mejores. ¿Qué sentido tenía seguir trabajando en algo así?
El deseo de no necesitar ‘suerte’
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La respuesta a eso la tenía Omar Yaghi. En aquel mismo año 1992, Yaghi consiguió su gran proyecto de investigación bajo la premisa de que «la forma tradicional de construir nuevas moléculas le resultaba demasiado impredecible». Hasta ese momento, los químicos se dedicaban a meter cosas en un recipiente, calentarlas y ver qué pasaba. Yaghi aspiraba a encontrar formas más controladas de crear materiales.
El equipo de jordano empezó a obtener buenos resultados cuando comenzó a combinar iones metálicos con moléculas orgánicas. Habían encontrado, por así decirlo, sus piezas de lego: los elementos que mantenían unidos y estables las más diversas moléculas. ¿Os resulta familiar? Era justo el mismo enfoque que, de forma independiente, había puesto en marcha Kitagawa.
Y sí, efectivamente, nadie pensaba que fuera algo muy útil. Al menos, no generaba cosas muy útiles.
De vuelta a los orígenes
Entonces, tanto Kitagawa como Yaghi se pusieron a rastrear antecedentes para esta nueva forma de hacer química. Ahí se encontraron con un artículo especulativo publicado en el 89 por la Revista de la Sociedad Química Americana. El autor, Richard Robson, trabajaba en Australia y llevaba dándole vueltas a todo esto desde 1974.
En aquellos años, Robson era el encargado de convertir bolas de madera en «modelos atómicos» con los que los estudiantes pudieran crear estructuras moleculares y familiarizarse con el mundo de la química.
Para ello, pidió al taller de la universidad que perforara agujeros en las bolas. De esa forma, gracias a unas varillas de madera (los enlaces químicos) se podrían construir los átomos. En seguida, Robson se dio cuenta de que los agujeros no podían colocarse al azar. Cada átomo, forma enlaces químicos de una manera específica y, si quería hacer el modelo realista, necesitaba marcar dónde debían perforarse los agujeros.
Eso es lo que le dio la pista: en la posición de los enlaces había una increíble cantidad de información. Más aún, esos enlaces escondían la clave para construir nuevas estructuras moleculares de forma fácil y sencilla.
Tres maneras de llegar a la misma forma de construir el mundo
Johan Jarnestad/Real Academia Sueca de Ciencias
Las estructuras metalorgánicas (que así se llaman este tipo de estructuras) sirven para casi todo: capturar dióxido de carbono, separar los PFAS del agua, administrar fármacos al organismo o gestionar gases extremadamente tóxicos. Algunas pueden atrapar el gas etileno de la fruta (para que madure más lentamente); otras pueden encapsular enzimas que descomponen los restos de antibióticos en el ambiente.
Es decir, hablamos de una de las tecnologías más versátiles de la actualidad y, durante años, fueron algo completamente inútil. Lo que decía antes: pura ciencia básica. Una inutilidad tan enorme que puede cambiar el mundo.
Imagen | Boasap (modificada)
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La noticia
El premio Nobel más inútil de la historia: la historia de un enfoque tan inservible que pasó años siendo el hazmerreír de la química
fue publicada originalmente en
Xataka
por
Javier Jiménez
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