Publicado: noviembre 4, 2025, 7:23 am
      
    
Durante gran parte de este año Japón ha ido desvelando situaciones que delataban la situación extrema derivada del envejecimiento de su población. De hecho, la necesidad de muchos ancianos por seguir trabajando tras su jubilación había convertido el “alquiler” de abuelas en un nuevo símbolo de los tiempos. Lo mismo ocurría con muchos oficios que se van a perder por falta de mano joven.
Pero también hay otra cara: la de llegar a los 100 años celebrándolo con trabajo.
Longevidad como vocación. Lo contaba el fin de semana el New York Times. Japón, país con la población centenaria más numerosa del mundo, vive una paradoja demográfica: mientras su natalidad se hunde y la proporción de jóvenes se reduce, una generación de ancianos extraordinariamente longeva desafía el retiro.
Más de 100.000 personas superan los cien años, y entre ellas existe un hilo común que va más allá de la genética o la dieta: el trabajo como razón de ser. En un país donde el sentido del deber y la disciplina impregnan la vida cotidiana, estos centenarios no conciben la vejez como una retirada, sino como la prolongación natural de una existencia útil. Su longevidad, dicen, nace del equilibrio entre cuerpo activo, mente ocupada y un propósito que no se extingue.
El mecánico que no cierra. Uno de los casos más palpables tiene 103 años. Seiichi Ishii continúa arreglando bicicletas en el mismo barrio tokiota donde empezó como aprendiz siendo un niño. Su figura encorvada bajo un mono azul demasiado largo resume una ética: la del artesano que no se mide por la edad, sino por la necesidad de seguir haciendo.
El hombre repara tornillos con manos temblorosas, prepara su propio miso, canta en el karaoke y se desplaza en triciclo a su bar favorito, pero sobre todo se niega a abandonar el oficio que da sentido a sus días. Su taller es su mundo y, como dice con calma, “si muero aquí, moriré feliz”. En un Japón tecnificado, Ishii representa la persistencia de la relación íntima entre el trabajo manual y la dignidad personal.
La cocinera. El Times también recordaba la historia de Fuku Amakawa, de 102 años, quien lleva seis décadas al frente del restaurante familiar donde mezcla fideos, caldo y cebollino con la naturalidad de quien no ha perdido el ritmo de la vida laboral. El calor del vapor ha mantenido su piel tersa y su espíritu firme. Sigue trabajando cinco o seis días por semana, convencida de que su cuerpo se mantiene fuerte gracias a la rutina del esfuerzo.
Su restaurante, abierto con su esposo y sostenido hoy por sus hijos, se ha convertido en un templo doméstico de perseverancia. Cuando el dolor muscular la asustó, creyó que era el corazón. El médico le explicó que solo era una consecuencia de levantar cazuelas pesadas. Para ella, seguir en la cocina no es resistencia: es gratitud por poder hacerlo.
Cultivando memoria. Masafumi Matsuo, de 101 años, cultiva arroz, berenjenas y pepinos en las montañas de Oita. Trabaja bajo el sol con pausas medidas, sentado en un taburete de plástico, y lleva ofrendas de arroz a la pequeña capilla donde honra a su esposa fallecida.
Superviviente de cáncer y del covid, se aferra a la tierra como a una forma de continuidad: labrar el campo es mantener el vínculo con su pasado, con su familia y con el ciclo natural que le enseñó a resistir. Juega con su bisnieto, observa los saltos de los saltamontes desde su mesa calefactora y encuentra en lo cotidiano la serenidad de quien ha aprendido que trabajar es, literalmente, seguir respirando.
Vendiendo belleza. A los 102 años, Tomoko Horino continúa vendiendo cosméticos, como lleva haciendo desde los 39, cuando decidió desafiar las convenciones sociales que prohibían a las mujeres casadas trabajar. Con tres hijos y un marido reacio, Horino convirtió su intuición estética en sustento y orgullo.
Hoy, viuda y sola, hace sus ventas por teléfono, cose, alimenta al gato del barrio y sigue sintiendo la misma emoción al escuchar a una clienta recuperar su autoestima. En su historia se entrelazan el cambio de la mujer japonesa y la vigencia del trabajo como afirmación personal: cada conversación, cada tono de lápiz labial vendido es un acto de continuidad vital.
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La narradora. Tomeyo Ono, con 101 años, se sienta sobre un cojín y recita relatos tradicionales (minwa) con una energía que desmiente su edad. Empezó a contar historias a los setenta, en una sociedad donde las niñas de su tiempo no soñaban con tener voz pública.
Desde que el tsunami de 2011 arrasó su casa en Fukushima, mezcla en sus relatos las viejas leyendas con los recuerdos del desastre, convencida de que narrar es conservar la memoria de los que se fueron. Come natto entre pan, escribe su diario, ríe, llora y dice que solo sueña con los muertos. Su misión, afirma, es seguir hablando hasta que pueda reunirse con ellos.
El trabajo es vida. Si se quiere, el ejemplo de estos cinco retratos condensa una visión del Japón que sobrevive más allá de su crisis demográfica: la de una sociedad donde el trabajo no es solo medio de subsistencia, sino afirmación moral y continuidad emocional. En todos ellos, la actividad mantiene la salud, protege de la soledad y otorga propósito. Ninguno idealiza la fatiga, pero todos la asumen como compañera.
Frente al estereotipo del retiro dorado, estos centenarios encarnan una forma distinta de plenitud: la del gesto repetido que sostiene la identidad. En un país donde los ancianos ya superan con creces a los jóvenes, su ejemplo no es una curiosidad, sino más bien una respuesta: seguir trabajando, en Japón, es seguir siendo.
Imagen | RawPixel
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 La noticia
      
        El envejecimiento de Japón tiene otra cara poco conocida: cuando cumplir 100 años no significa jubilarse 
      
      fue publicada originalmente en
      
        Xataka 
      
             por 
        Miguel Jorge
       
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