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Del ciudadano al consumidano: La nueva e incierta relación política con el Estado (Parte 3 de 3)

Publicado: julio 2, 2025, 1:15 pm

El caso mexicano. Diversos elementos muestran una correlación significativa entre el aumento del gasto en programas sociales y del gobierno en general, en superior porcentaje al incremento de la recaudación fiscal, y la elevación de la deuda pública y del pago de intereses por ésta.

Lo anterior sugiere que dicho gasto en programas sociales, uno de cuyos componentes principales es el de las transferencias para consumo, no estaría sustentado en finanzas públicas sanas, en recursos frescos generados por eficiencia en el gasto, productividad, o crecimiento económico, sino que estaría sostenido por un gasto público deficitario, soportado por la contratación de deuda en años recientes. Veamos.

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Conforme a estudio del CIEP (2025), entre 2018 y 2025, en términos reales, los ingresos públicos habrán aumentado 13.0%, en tanto el gasto público neto lo habrá hecho en 24.8%

Indica el mismo documento que los montos de financiamiento para el gasto (déficit cubierto con deuda) fueron, en términos netos, de 501.4 mil mdp en 2018, mientras que para 2025 se aprobaron 1.2 billones de pesos, lo que equivale a un incremento real de 78.9%.

Cabe mencionar que en el año electoral 2024, último del gobierno de AMLO, el déficit, y consecuente contratación de deuda, fue aún mayor, alcanzando un máximo histórico de 1.6 billones de pesos (México Evalúa, 2025).

México Evalúa reporta también (id.) que la deuda pública llegó en 2024 a 17.4 billones de pesos, lo que respecto de 2018 supone un incremento del 23% en términos reales (descontando inflación).

Finalmente, una nota de El Economista explica que entre 2019 y 2024 el gasto en programas sociales aumentó 131% en términos reales. Este porcentaje es muy superior, prácticamente 10 veces más, al del aumento de los ingresos gubernamentales en el periodo.

Es verdad que no puede establecerse una relación exclusiva, causal, entre el déficit y endeudamiento con el mayor gasto en programas sociales, pero tampoco puede seriamente afirmarse que esto sea casual.

Una explicación alternativa, en el sentido de que el gasto en programas sociales se ha financiado con recortes en otras áreas, comprometería igualmente su viabilidad y la pertinencia del aumento en el gasto respectivo, en tanto implicaría el deterioro de otros servicios y funciones provistas por el Gobierno Federal.

Escenario de riesgo. Sobre cómo el desorbitado aumento del gasto público en programas sociales pone en predicamento su factibilidad futura y provoca incertidumbre en las finanzas del Estado, tres elementos:

Primero, en el análisis citado, México Evalúa refiere que en 2024 el pago por intereses de la deuda ascendió a 1.15 billones de pesos (el 12.5% del presupuesto, o 1 de cada 8 pesos gastados), 38.5% mayor en términos reales que lo destinado para ese fin en 2018. Para 2025, según nota de El Economista (20.11.2024) se destinarán al pago de intereses 1.38 billones de pesos, el 14.8% del presupuesto.

Segundo, asimismo, México Evalúa precisa que, de cada 100 pesos de endeudamiento en 2024, 53 se destinaron a inversión física y 47 al pago de intereses de la propia deuda o a financiar programas sociales.

Tercero, en la primera quincena de junio de este año, diversos medios dan cuenta de recortes (el Gobierno prefiere llamarles “ajustes”) en el gasto público del 2025, de 3.7% menos para enero-abril respecto de igual periodo del 2024, destacando casos como el de Sectur con una disminución (podría decirse “parálisis”) de ¡casi el 99%!; Semarnat con -73%, o SEP, Salud y Bienestar con decrementos del orden del 20%. Esto se puede reputar como un deterioro deliberado de la función pública en aras de preservar otros renglones de gasto, como el de los programas sociales de transferencias para consumo.

Todo lo anterior sucede en un entorno de estancamiento económico. De un partido gobernante que se ha mostrado incapaz de hacer crecer el país, lo que es requisito sine qua non para el desarrollo individual y colectivo duraderos (sostener lo contrario es una falacia cruel). Porque en el sexenio de AMLO el país creció en promedio solamente un 1% anual, frente a 2.0% de EPN, 1.4% de FCH, 1.9% de VFQ, o los muy “neoliberales” 3.5% de Zedillo y 4.0% de Salinas (México Cómo Vamos, 2024).

El sexenio de la presidenta Sheinbaum inicia con nubarrones económicos. En el cuarto trimestre del 2024 el PIB se contrajo 0.6% y en el primero de 2025 creció solo 0.2%. Todos los pronósticos especializados apuntan una alta probabilidad de recesión en este año.

Inversión pública. Lo referido antes ilustra el problema de fondo de canalizar a transferencias para consumo el presupuesto que debería destinarse a inversión pública para sustentar el desarrollo de largo plazo.

La inversión pública es el gasto de gobierno que crea o mantiene infraestructura física. En entendimiento con el sector privado, se ha considerado que la inversión pública debe ser de al menos el 5% del PIB para complementar la de particulares y llegar a un total del 25% del PIB, lo que permitiría alcanzar tasas de crecimiento nacional del 3%. (El Economista 30.09.2024)

Sin embargo, en el sexenio anterior la inversión pública promedió solo 2.7% del PIB. Inferior a la de los tres sexenios que lo precedieron (EPN 3.5%, FCH 5.0% y VFQ 3.8%), reduciéndose con AMLO en sectores como el energético, comunicaciones y educación (idem).

En el primer año del nuevo sexenio la situación empeora aún más, pues el INEGI reporta que durante el primer trimestre del 2025 la inversión pública cayó 24.4% respecto del mismo periodo de 2024, situándose en un 2.3% del PIB, lo que se atribuye a esfuerzos para reducir el déficit presupuestal, sin afectar el gasto en transferencias para el consumo de los programas sociales.

…y eficiencia en el gasto. Aun si el gobierno realiza inversión pública en montos apropiados, ésta tiene que ser bien hecha.

Son muchas las críticas formuladas en torno, por ejemplo, de las obras insignia: por la elevación de sus presupuestos iniciales; por exceder los calendarios de obra, o por un reducido impacto y beneficio social respecto de lo invertido y de alternativas a la inversión pública.

De manera general, los gobiernos morenistas han favorecido la adjudicación directa para la contratación de obras, bienes y servicios, elevando el gasto correlativo respecto de ofertas que podrían presentarse en procedimientos de concursos abiertos, como las licitaciones públicas. Ello, en contravención del artículo 134 constitucional, ya que no aseguran así las mejores condiciones para el Estado.

Son recursos que se pierden, sea para mayor infraestructura de desarrollo o, ¡no se diga!, para fondear los programas sociales.

El reto del futuro. El costo de las transferencias para consumo y su impacto en finanzas públicas es uno de varios desafíos en el corto y largo plazos para nuestro país.

Esto puede ser ilustrado con el gradual envejecimiento de nuestra población. Los mayores de 60 años eran el 5.3% del total en 1980. Para 2020 ascendían al 11.7%; en 2030 excederán el 15%; hacia 2040 constituirán el 20%, y en 2050 llegarán al 25%, 1 de cada 4 mexicanos (Bienestar-INAPAM, 2023).

Esto compromete la hacienda pública en dos sentidos. Por un lado, por ejemplo, el Programa de Pensión para Adultos Mayores que, por mucho, comprende la mayor parte del gasto en transferencias, tendrá que seguir incrementando, si no el valor real de la pensión individual, si la erogación total para el conjunto de beneficiarios. Por otro, esa misma población es o será, en gran medida, derechohabiente de pensiones derivadas de la seguridad social clásica, a través del IMSS, ISSSTE y similares.

Conservadurismo y regresión. Por las razones antes apuntadas, en las transferencias para el consumo de los programas sociales de México es posible advertir elementos contradictorios y contraproducentes.

Porque dejan intacto el sistema económico al que atribuyen la pobreza y marginación que dicen combatir y, de esta manera, lo reivindican y apuntalan. Son por esto un factor de conservadurismo.

Y son regresivos al no centrar el gasto en los sectores más desfavorecidos, sino otorgar transferencias sin distinguir por nivel de ingreso. Piénsese en la Pensión para Adultos Mayores, la reciben por igual y en igual cantidad los del decil X, el más rico, quienes perciben 15 veces más ingreso que los del decil I, el más pobre (ENIGH 2022).

A mayor abundamiento, conforme a múltiples estudios es inconcuso que hay una correlación entre mayor ingreso y mayor esperanza de vida, por lo que notoriamente habría más derechohabientes de la Pensión para Adultos Mayores en los deciles más ricos que en los más pobres, lo que llevaría a destinar superior gasto público a aquéllos. Esto es un sinsentido absoluto en términos de una política pública social mínimamente congruente.

La regresividad se agrava a futuro si, adicionalmente, se hacen a costa de la inversión pública en sectores clave para el desarrollo, como los de energía, comunicaciones, educación o salud, debilitando la capacidad de crecimiento económico del país y servicios a la población, lo que indefectiblemente afectará más a la población económicamente marginada.

Gatopardismo. A todo esto, ¿cuántos cambios se requieren, o de qué magnitud tiene que ser el cambio para que pueda hablarse de una auténtica “transformación”?

En el caso mexicano, los programas sociales, sean los de gobiernos priístas y panistas en el pasado reciente, o los de Morena hoy día, han contendido con diverso éxito con el inveterado problema de la pobreza. Debe reconocerse que el elevado gasto desde 2018, junto con otras medidas como el aumento del salario mínimo, ha permitido sacar de esa infausta condición a millones de personas.

Que en años recientes la erogación en transferencias para consumo haya estado basada en un fuerte endeudamiento resta mérito al aparente logro (muy diferente y más se hizo en China o Corea del Sur) y arroja severas dudas sobre que haya tenido o pueda tener un efecto redistributivo de la riqueza. A fin de cuentas, la deuda tendrá que ser pagada también, de diversas maneras, por los beneficiarios de las transferencias.

En todo caso, como se dijo, el sistema socioeconómico de mercado queda intacto, revitalizado y legitimado. No abogo aquí por su sustitución ni por ninguna vía o pensamiento revolucionario, en absoluto. Solo intento dimensionar lo que en realidad está ocurriendo, al margen y en contraposición de slogans de propaganda.

No hay, cualitativamente, una “transformación”. Todo lo hecho en materia de transferencias para el consumo sucede dentro del sistema, por el sistema y para el sistema, en aras de su feliz continuidad.

La suspensión de la Historia. No presenciamos el fin de la “Historia” (con mayúscula), como decía Fukuyama, pero sí, muy probablemente, atestiguamos hace años el fin de la “historia” del marxismo-leninismo-socialismo-comunismo a lo soviético, el de la URSS y sus satélites.

Lo que hoy se observa es una suerte de estado de suspensión de otra historia, la del capitalismo reloaded de los 80’s. Tras su aparente rotundo triunfo en las postrimerías del siglo XX (“el fin del sigo XX corto”, diría Hobsbawn) con un cierto letargo, indecisión y virajes de rumbo, las economías de mercado enfrentan múltiples desafíos simultáneos, sin percibirse una ruta precisa y plausible para garantizar su viabilidad, que es decir la de sus sociedades, hacia un horizonte temporal lejano.

Entre tales desafíos está el que hemos abordado en este artículo. ¿Cómo sostener la fundamental oferta política de beneficios crecientes, marcadamente orientada a atender aspiraciones de consumo de la sociedad en general y especialmente de inclusión por la población marginada, la más susceptible de suscitar conmoción social?

¿Cómo hacerlo si las demandas son crecientes al tiempo que la población trabajadora disminuye por envejecimiento? ¿Si los estados acumulan deuda pública histórica y creciente y el margen para aumentar la carga impositiva nunca es demasiado amplio, ni de fácil gestión?

Las respuestas, no sencillas, quizás trastoquen conceptos, instituciones y valores hoy ampliamente extendidos y aceptados, como los derechos de propiedad, la fiscalidad, la familia, el trabajo, la inactividad (ocio), la mística del progreso permanente, la vivienda, el medioambiente, etc., a fin de adecuarnos a las exigencias del binomio consumidano-Estado Satisfactor, hasta conocer sus límites y llegar a un punto provisional de nuevo equilibrio.

Ingreso universal garantizado. Dado el hecho del desempleo crónico, variable en el tiempo, pero persistente; dado el empleo informal precario, y dado el desplazamiento de trabajadores por formas de automatización o, desde ahora y en el futuro cercano, por la Inteligencia Artificial, hace sentido la propuesta que desde varios frentes de todo tipo se plantea para que se universalice el derecho, sí como “derecho”, a un ingreso mínimo garantizado para cualquier persona.

Por supuesto, está discusión se da sobre todos en países desarrollados e, indudablemente, más allá de sus destellantes rasgos humanistas, inclusive revolucionarios, topará eventualmente con la eterna realidad de recursos fiscales limitados.

Las ascendentes y extensivas transferencias para el consumo en México son, a no dudar, reverberaciones de oleadas civilizatorias globales. Otra vez, aquí y en cualquier parte, la clave es y será su viabilidad de largo plazo.

Interesa, de cualquier manera, subrayar la tendencia a ver el consumo como un bien público que promueve concordia social y estabilidad macroeconómica al asegurar ingreso disponible a todos y cada uno, como un piso económico mínimo (¡bien entendido lo tenía Keynes desde hace 90 años!). Esto, sin reparar en que se labore o no. La equiparación del trabajo y el ocio (desempleo), ambos como socialmente útiles. El consumo como deber ciudadano y quintaesencia de la Justicia Social en el siglo XXI.

Salvación. En el caso mexicano, los programas sociales y su componente central, las transferencias para el consumo, han tenido un impacto decisivo en la preferencia de los electores. Independientemente de la ganancia concreta que representan para el votante, puede haber razones firmemente arraigadas en lo psicológico y antropológico.

En efecto, uno de los impulsos y aspiraciones más importantes del ser humano es el de la seguridad ante un mundo inexorablemente incierto.

La oferta de salvación puede ser religiosa, como en el cristianismo, que promete la de las almas en un reino celestial, inspirada por el amor.

La del comunismo fue una oferta política de salvación material en el mundo real, impulsada por la justicia.

Las transferencias para el consumo son, de alguna manera, otra propuesta de salvación, de seguridad ante un mundo cuyas estructuras económicas y sociales trastocó la globalización, arrojando a gran parte de la población a la pobreza y/o acentuando la desigualdad.

Son una oferta política, la del populismo transferencial, que surge de realidades desafortunadas y propende a atenuar la incertidumbre y reestablecer el equilibrio social de nuestra economía de mercado, así sea a despecho de un Estado precarizado.

Colofón. Criticar o satanizar las transferencias para consumo, desde una posición moralista (o moralina) o desde el confort de no necesitarlas no ayuda, por supuesto, y polariza en cambio la discusión, propiciando no diálogo sino descalificación.

No se considera que el consumo en sí sea un problema; ni se acusa una propensión al consumo inmoderado o inútil (consumismo), impulsado solamente por deseo, publicidad o presión social; tampoco se achaca a la motivación económica del neoliberalismo, o a los fines del Estado, sean puramente pro desarrollo o con tintes electorales.

Lo que el presente ha intentado es entender la naturaleza y límites de las transferencias para el consumo, independientemente de sus efectos, por criticables que sean, en el juego electoral. Sus límites en cuanto a si son un mecanismo efectivo para superar la desigualdad, no lo parece; o si son una especie de placebo, que impide entrar al análisis y atención de fondo de cuestiones más complejas en política pública.

Si las transferencias no tienen la capacidad de resolver estructuralmente la desigualdad, operarían entonces para convalidar y apoyar la continuidad del sistema deficiente en que vivimos, con el riesgo, apuntamos, de ser socialmente regresivas.

Por tanto, aún con tales efectos limitados, interesa también determinar si esas transferencias para consumo son sustentables y compatibles con finanzas públicas sanas y con un Estado eficiente en el largo plazo. Si tampoco logran esto y, por el contrario, tienden a debilitar la organización estatal, estaríamos ante un escenario distópico que, adaptando la sentencia de J. K. Galbraith, nos llevará al infausto entorno de “miseria pública y subsistencia privada”. El “derecho a la precariedad” como propuesta y consumación de sistemas globales y nacionales que se presentan como humanistas.

En fin, reconocer igualmente de qué forma las transferencias corresponden a un proceso de transformación histórica de la ciudadanía, distinta de la que se arrojaba a luchas, literalmente, por conquistas sociales trascendentales en épocas pasadas, no tan remotas.

No es tampoco una crítica a la ciudadanía actual, que habría devenido hacia el “consumidano” aquí esbozado, sino de explorar si ése es el tipo de sociedad que somos y cómo presiona y moldea el nuevo Estado Satisfactor para complacernos.

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