Publicado: noviembre 17, 2025, 8:23 pm
Un nuevo estudio, recién publicado en ‘ Proceedings of the National Academy of Sciences ‘ (PNAS), acaba de reescribir un capítulo fundamental en la historia de la vida en la Tierra. Al combinar la química forense más avanzada con la potencia de la Inteligencia Artificial, un equipo internacional de científicos ha encontrado evidencia química de organismos en rocas de más de 3.300 millones de años, duplicando el periodo de tiempo en el que hasta ahora podíamos buscar rastros moleculares. Pero aún hay más. Esos mismos rastros, de hecho, demuestran que la fotosíntesis productora de oxígeno, el motor biológico que transformó nuestro planeta, surgió al menos 800 millones de años antes de lo que se creía. El hallazgo, liderado por investigadores de la Institución Carnegie para la Ciencia, supone un auténtico ‘manual de instrucciones’ para los astrobiólogos, una guía detallada para buscar vida más allá de la Tierra . Porque si la IA es capaz de descifrar los ‘susurros’ químicos de la vida enterrados durante miles de millones de años en la corteza terrestre, ¿qué historias podrían contarnos las rocas de Marte, o las de la luna helada Europa? El trabajo de los paleobiólogos podría compararse a tratar de leer un documento que ha sido sumergido en el mar, después quemado y luego comprimido por una ‘prensa tectónica’ gigantesca. Tradicionalmente, sus hallazgos se pueden dividir en fósiles directos, organismos microscópicos fosilizados en rocas y en estructuras macroscópicas como los estromatolitos (montículos mineralizados formados por colonias de microbios); y evidencias geoquímicas, como las firmas de Carbono 12, un isótopo del carbono asociado al metabolismo de los seres vivos, halladas en antiquísimas rocas de Groenlandia. Los estromatolitos más antiguos han aportado pruebas convincentes de vida hace unos 3.500 millones de años, y el carbono 12 nos ha llevado aún más atrás, ya que ha sido encontrado en Groenlandia en rocas de 3.800 millones de años, e incluso en antiquísimos circones de hace 4.100 millones de años. Pero estas firmas químicas, aunque prometedoras, no dejan de ser pruebas indirectas y a menudo discutidas debido a la posibilidad de procesos abióticos (no biológicos) que las generen. Existe, sin embargo, una tercera categoría de pruebas en cuya línea temporal han existido, hasta ahora, enormes vacíos. Se trata de los biomarcadores moleculares (las moléculas orgánicas que sobreviven a la degradación geológica, como los hopanoides o esteranos), que nunca se han podido rastrear de forma fiable en rocas de más de 1.700 millones de años. La inmensa presión, el calor y el paso del tiempo geológico (lo que los expertos llaman el ‘Tiempo Profundo’) desmantelan estas frágiles estructuras orgánicas, rompiéndolas en fragmentos demasiado pequeños y genéricos para ser identificados como biológicos. Y ahí es donde reside el primer y más impactante avance del nuevo estudio. Los investigadores, en efecto, han encontrado un patrón exclusivo de la vida en rocas de 3.330 millones de años de la Formación Josefsdal Chert, en Sudáfrica. «La vida antigua -afirma Robert Hazen, científico principal de Carnegie y coautor del estudio- deja más que fósiles; deja ecos químicos». El hallazgo no solo extiende la ventana temporal para el estudio de los biomarcadores en más de mil millones de años, sino que proporciona una prueba molecular fiable para organismos que coexistieron con los estromatolitos más antiguos conocidos en el registro fósil. Se podría decir que los autores del estudio han conseguido ‘escuchar’ ese ‘eco’ al que se refiere Hazen, el eco de la bioquímica más antigua de la Tierra. Para conseguirlo, L. Wong y Anirudh Prabhu, dos de los más de treinta firmantes del artículo, diseñaron una metodología capaz de superar ampliamente las limitaciones de la geoquímica tradicional: la unión de la Cromatografía de Gases-Espectrometría de Masas por Pirólisis (Py-GC-MS) con el aprendizaje automático (Machine Learning). La vida, desde un alga hasta un ser humano, está hecha de moléculas orgánicas complejas y específicas: proteínas, ADN, lípidos… Pero tras miles de millones de años de avatares geológicos, estas moléculas se rompen en miles de millones de fragmentos de carbono, a menudo llamados ‘querógeno’ o material orgánico degradado. Estos fragmentos son como los restos de una cerámica antigua: un arqueólogo tradicional solo puede identificar la pieza si encuentra un fragmento grande y con un dibujo reconocible. Pero si solo encuentra polvo, nunca podrá saber si era un jarrón griego o un ladrillo romano. El Py-GC-MS funciona como una máquina forense que pirroliza (calienta rápidamente sin oxígeno) estos restos de roca para liberar los diminutos fragmentos químicos atrapados. El resultado no son las moléculas originales de la vida, sino un ‘menú’ de miles de pequeños fragmentos de hidrocarburos. Fragmentos que, individualmente, son genéricos y no pueden relacionarse de manera fiable a ningún proceso biológico. Y aquí es donde interviene la Inteligencia Artificial. Los científicos no le pidieron a la IA que buscara una molécula específica, sino que entrenaron un modelo de aprendizaje automático conocido como ‘Random Forest’ (Bosque Aleatorio) con más de 400 muestras conocidas, entre ellas de animales y plantas actuales, de fósiles recientes, de rocas de meteoritos e incluso de compuestos orgánicos sintéticos de laboratorio que simulaban la Tierra primitiva. De este modo, la IA aprendió a reconocer el patrón estadístico completo del ‘menú’ de fragmentos. Como explica Hazen, es como si le mostráramos a un ordenador miles de piezas de un puzle y le preguntáramos si la escena original era «una flor o un meteorito». La IA no necesita que una pieza grande sobreviva; solo necesita que el conjunto de todas las piezas rotas sea coherente con haber sido, en origen, una flor. O un meteorito. El resultado fue impresionante: el modelo logró distinguir entre materiales de origen biológico y no biológico con una precisión superior al 90%, llegando hasta el 98% en las muestras más modernas. Y más importante aún, al aplicar el patrón aprendido a las rocas más antiguas, señaló una alta probabilidad de presencia de vida de hace 3.330 millones de años. A pesar de lo espectacular de este hallazgo, la investigación fue mucho más allá, ya que consiguió poner una fecha al comienzo de la fotosíntesis, el proceso biológico inventado por las primitivas cianobacterias gracias al cual el oxígeno atmosférico aumentó hasta reestructurar por completo el árbol de la vida. Como es bien sabido, la fotosíntesis consiste en tomar dióxido de carbono (CO2) y agua (H2O) y, usando la energía del Sol, producir azúcares y, crucialmente, oxígeno molecular (O2). ¿Pero cuándo exactamente surgió la fotosíntesis? Hasta ahora, y a pesar de que la evidencia indirecta sugería que la fotosíntesis podría haber surgido muy temprano en la historia de la Tierra, los rastros moleculares conservados de este proceso solo se habían podido detectar en rocas relativamente ‘jóvenes’ de unos 1.700 millones de años de antigüedad. Pero el nuevo método asistido por IA identificó firmas moleculares de organismos fotosintéticos en rocas de la Formación Gamohaan en Sudáfrica mucho más antiguas, de al menos, 2.520 millones de años. Lo cual adelanta el registro químico de la fotosíntesis en más de 800 millones de años. El hallazgo llevó a los investigadores a plantearse una cuestión fundamental: si la vida era capaz de producir oxígeno molecular hace 2.520 millones de años, ¿por qué la Tierra tardó tanto en ‘oxidar’ su atmósfera? La geología, en efecto, nos dice que el llamado Gran Evento de Oxidación (GEO), también conocido como la ‘Catástrofe del Oxígeno’ ya que llevó a la extinción a los organismos anaerobios anteriores, nos dice que el O2 comenzó a acumularse masivamente en la atmósfera hace aproximadamente unos 2.300 millones de años. Pero el nuevo estudio demuestra que la capacidad biológica de producir oxígeno era ya un hecho consumado mucho antes del GEO. ¿Qué sucedió en ese intervalo de tiempo de más de 200 millones de años? Podemos pensar en los primeros organismos fotosintéticos como un diminuto ‘grifo’ intentando llenar una gigantesca bañera (el océano y la corteza terrestre). Pero a pesar de que ese grifo estuvo ‘abierto’ durante cientos de millones de años, produciendo oxígeno sin parar, éste no se acumulaba porque la ‘bañera’ tenía múltiples ‘desagües’ abiertos. Entre ellos una gran cantidad de hierro disuelto en el océano Arcaico, que reaccionaba instantáneamente con el oxígeno, formando las espectaculares Formaciones de Hierro Bandeadas (BIF), depósitos rojos que son una evidencia geológica de este proceso. Además, la atmósfera primitiva estaba saturada de gases reductores como el metano y el sulfuro de hidrógeno, que reaccionaban con el O2 tan pronto como era liberado. Por último la propia corteza terrestre y el elevado vulcanismo también actuaban como sumideros, consumiendo el oxígeno para oxidar rocas y gases. Por eso, la nueva fecha de 2.520 millones de años implica que la vida fotosintética trabajó arduamente para cerrar esos ‘desagües geológicos’ durante un periodo mucho más largo de lo que se creía, preparando lentamente el escenario para el Gran Evento de Oxigenación, un momento clave que permitió la posterior evolución de la vida compleja. Como apunta Katie Maloney, coautora de la Michigan State University, cuya contribución incluyó muestras de fósiles de algas marinas de mil millones de años de Canadá para entrenar el modelo, «esta técnica innovadora nos ayuda a leer el registro fósil del tiempo profundo de una forma totalmente nueva. Y esto podría ayudar a guiar la búsqueda de vida en otros planetas «. Una de las implicaciones más poderosas de este trabajo, en efecto, es su posible aplicación a la astrobiología. Las misiones espaciales a mundos con potencial biológico, como Marte o las lunas heladas del sistema solar exterior (Europa o Encélado), enfrentan el mismo desafío: cualquier rastro de vida extraterrestre será casi con certeza una firma química molecular extremadamente degradada, golpeada por la radiación y alterada por miles de millones de años de historia planetaria. Ya se han enviado a Marte instrumentos de análisis similares al Py-GC-MS, pero el problema siempre ha estado no en el instrumento en sí, sino en la interpretación de sus datos. ¿Cómo distinguir los fragmentos orgánicos simples de un meteorito caído (material no biológico) de los restos de un genuino organismo marciano extinto? El modelo de IA creado por Hazen y su equipo ofrece la respuesta. Podríamos estar, en efecto, a punto de entrar en una nueva era de la búsqueda de vida extraterrestre, una guiada no por la esperanza de encontrar un fósil reconocible o una biomolécula perfectamente conservada, sino por la capacidad de un algoritmo para discernir el patrón inconfundible de la biología en medio del ‘ruido’ general. «Los patrones químicos que hemos encontrado -concluye Hazen- podrían ser ciertos en cualquier otro lugar del Universo». La propia Tierra, por tanto, con sus rocas arcaicas y su inmensa historia, acaba de convertirse en nuestro mejor laboratorio planetario, un campo de pruebas inagotable para una IA capaz de ‘escuchar’, por primera vez, el ‘eco’ químico de microbios que vivieron hace 3.300 millones de años.
