Publicado: octubre 30, 2025, 11:00 pm
Mi primera experiencia en inversiones fue cuando cumplí 18 años y mi abuela me regaló una cuenta bancaria con 2,000 pesos. Me dijo que siendo ya mayor de edad tenía que aprender a manejar mi dinero. Ella sabía que yo era prudente y no me lo iba a gastar.
Lo primero que hice fue pasar ese dinero a una inversión, en el propio banco, para que generara algún rendimiento. Paralelamente, empecé a investigar las distintas opciones y productos que estaban a mi alcance, dentro y fuera de esa institución. También dediqué tiempo a aprender (leer libros sobre inversiones).
En esos años, no había ni remotamente la calidad de productos que tenemos ahora, ni la accesibilidad. No existía Cetes Directo, no había brokers regulados en línea y las casas de bolsa pedían cientos de miles de pesos para abrir una cuenta. Prácticamente la única alternativa eran fondos de inversión, con elevadas comisiones por administración y enfocados únicamente al mercado nacional. En ese entonces tampoco existía la opción de invertir, desde México, en empresas globales, ni siquiera de forma indirecta.
Esa falta de opciones me hizo obsesionarme por buscar siempre las mejores alternativas para mi dinero. Cada mes leía el suplemento de fondos de inversión en El Economista para revisar rankings y tratar de estar en aquellos fondos que consistentemente estuvieran en los primeros lugares de rendimiento y superaran a sus benchmarks. No eran muchos y algunos eran inaccesibles por los montos de apertura que pedían.
Me convencí que hacer eso era inteligente y me haría ganar más. Abrí por lo mismo cuentas en distintas instituciones. Incluso investigué múltiples opciones para invertir en fondos situados fuera de México y expandir mis horizontes (aunque no lo hice, por falta de capital). Era una persona muy “inquieta”.
Lo que yo pensaba que era una ventaja, terminó siendo mi peor error al invertir. No fue descuidar el riesgo, ni tomar decisiones impulsivas. Tampoco fue hacer un portafolio que no era adecuado a mis necesidades.
Mi peor error fue ese desgaste lento y silencioso que vino de mi propia inquietud. Tener demasiados productos, fragmentar el capital en distintas piezas, perder el tiempo evaluando desempeños, comisiones, rotar mi capital. Todo eso terminó afectando el rendimiento neto de mis inversiones.
Aunque tenía claro que rendimientos pasados no garantizan rendimientos futuros (ni remotamente), sí pensaba que las estadísticas, junto con la consistencia, era señal de que determinados fondos estaban
gestionados mejor que el resto. Vaya si estaba equivocado. Confundí una buena racha (incluso de varios años) con una ventaja sostenida. No me di cuenta que los gestores y analistas que realmente manejan el fondo cambian con frecuencia. No entendía que a las operadoras de fondos lo que les importaba era el volumen de activos administrados (mientras más dinero manejen, más ganan) y no necesariamente producir rendimientos superiores al mercado de manera consistente. Tomar decisiones basadas en rankings, aunque sean cuidadosamente analizadas, no es una buena estrategia de inversión.
Parte del mismo error fue mi obsesión con optimizar (o más bien dicho, sobreoptimizar) mi portafolio. Si había seis fondos de inversión de renta variable que habían mostrado buen desempeño histórico y en años recientes, trataba de comprarlos todos para “diversificar”. Pensaba que de esa manera, si a algunos no les iba tan bien, se compensaría con los otros. Al final de cuentas tendría los seis “mejores”. Creía que eso me protegía y que era una decisión inteligente.
Recuerdo cuando hablaba con nuevas operadoras independientes de fondos (o distribuidoras, cuando surgieron) para preguntar de sus productos. Hacía las preguntas correctas, tanto que algunos de ellos llegaron a enviar directivos a visitarme en mi lugar de trabajo, pensando que tenía capital para invertir. A mí me daba pena cuando me decían su monto de apertura y mi dinero disponible no era ni la vigésima parte.
En fin, todo eso generó una enorme complejidad en el manejo de mis inversiones. Pero no generó ningún valor. Por el contrario, jugó en mi contra.
Afortunadamente me di cuenta relativamente a tiempo. El entorno también evolucionó y empezaron a ofrecerse en México productos indexados a muy bajo costo, como los ETFs. En un principio, sólo los “inversionistas calificados” tenían acceso a ellos. Hoy, afortunadamente, cualquier persona los puede comprar.
Mi estrategia de inversión actual es muy sencilla y eso también me permite medir de una mucho mejor manera el desempeño. Manejo un portafolio central que consiste en sólo un ETF global diversificado, de muy bajo costo. Aquí asigno el 85% – 90% de mi dinero disponible para invertir. No se puede más simple.
¿Qué hago con el resto de mi dinero? Lo uso de manera libre en cosas más especulativas, para inversiones asimétricas (mucho mayor riesgo, pero también mucho mayor potencial de rendimiento). Es dinero que obviamente no quiero perder, pero si perdiera, no pondría en riesgo mi plan. Para eso tengo mi portafolio central.
 
			
 
  
  
		