Publicado: agosto 19, 2025, 3:17 am
He tenido la oportunidad de escuchar en varias ocasiones a Miguel Zunzunegui, historiador, escritor y conferencista que ha dedicado gran parte de su vida a reflexionar sobre cómo las narrativas moldean nuestra forma de ver el mundo. Cada vez que habla de historia, de identidad y de la forma en que los mexicanos nos contamos a nosotros mismos, me confirma algo que intuyo desde hace tiempo, gran parte de nuestros problemas no radican en lo que nos pasó, sino en la manera en que decidimos narrarlo.
Esta reflexión conecta directamente con lo que escribí en mi columna pasada, donde planteaba la urgencia de pensarnos y narrarnos de manera distinta como país. No se trata únicamente de reconocer las carencias o los excesos de nuestra realidad política y social, sino de atrevernos a cambiar el relato desde el cual construimos identidad y futuro.
Zunzunegui lo explica con crudeza y claridad, “Lo que ocurrió en este país no fue un genocidio, sino un proceso complejo de mestizaje. Somos descendientes de los que construyeron Teotihuacán y también de quienes levantaron la catedral de Sevilla. Negar cualquiera de esas dos raíces es negarnos a nosotros mismos”.
Durante siglos hemos aprendido a vivir con una narrativa marcada por la derrota. En la escuela nos enseñaron primero que los pueblos prehispánicos eran lo mejor de lo mejor; luego, de pronto, que un puñado de españoles “nos conquistaron” a todos. ¿Cómo no salir confundidos de esas clases de historia? Esa contradicción sembró en generaciones la idea de que ser mexicano es sinónimo de fracaso, como si lleváramos tatuada la condena de una derrota eterna.
El problema no es el hecho histórico, sino la historia que decidimos contarnos sobre él. Y ahí está la trampa, repetimos la Conquista como si fuera nuestro propio “divorcio familiar”, ese trauma original al que siempre podemos culpar de todo. ¿Por qué estamos mal? Por los españoles. ¿Por qué no progresamos? Por la Conquista.
Cuando seguimos repitiendo la historia de México como una tragedia sin fin, nos condenamos a seguirla viviendo desde la victimización. Cuando, en cambio, entendemos que de ese encuentro de mundos surgió algo nuevo, un mestizaje con luces y sombras, pero que nos dio identidad, lengua, cultura e instituciones, dejamos de negar nuestra herencia y comenzamos a reconciliarnos con lo que somos.
Ese es el gran mensaje, no se trata de hablar bien de España, se trata de hablar bien de México. Porque despreciar una de nuestras raíces es despreciarnos a nosotros mismos. Y como advierte Zunzunegui, un pueblo que vive odiando a su padre y a su madre está condenado a la orfandad.
La clave está en darnos cuenta de que las narrativas son decisiones. México también necesita elegir una narrativa distinta. Una que no niegue la herida, pero que tampoco nos deje encadenados a ella.
La verdadera revolución educativa debe empezar por reescribir los libros de historia de nuestras escuelas y cambiar, poco a poco, la narrativa de víctimas a nuestros maestros. Como dice Zunzunegui, erradicar el victimismo le urge a nuestro país: que si Mejía Barón no hizo los cambios, que si a Colosio no lo hubieran matado, que si Carlos Salinas hubiera devaluado, o si fue o no penal en el Mundial, o la más absurda, que nos pidan perdón los españoles por lo que sucedió hace 500 años. Dejemos de culpar al pasado y ocupémonos del presente, en una realidad en la que dejamos de vernos como víctimas pasivas y comenzamos a reconocernos como herederos de dos mundos, capaces de crear algo nuevo a partir de su encuentro.
Porque al final, lo que nos pasa como país es lo mismo que nos pasa como individuos, no somos lo que nos pasó, somos la historia que diecidimos contarnos sobre lo que nos pasó. Y ahí comienza la verdadera libertad.