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Ciencias forenses en México: saberes invisibles frente a la violencia y el abandono

Publicado: julio 24, 2025, 1:09 pm

En los últimos años, México ha atravesado una de las crisis humanitarias más profundas de su historia reciente: más de 110,000 personas desaparecidas, más de 72,000 cuerpos sin identificar en servicios forenses, y decenas de miles de familias en busca de verdad (1). En este contexto, las ciencias forenses deberían ser protagonistas, no figuras subordinadas o silenciadas. A la fecha son disciplinas invisibilizadas, fragmentadas y precarizadas, a pesar de ser esenciales para el derecho a la verdad, la justicia y la reparación.

Las ciencias forenses abarcan un vasto conjunto de saberes que van desde la antropología hasta la genética, desde la criminalística de campo hasta la informática forense, incluso han emergido disciplinas como la arquitectura forense —para reconstrucción de escenarios de violación a derechos humanos— y la Informática forense que analiza dispositivos electrónicos en casos de desaparición o crimen organizado.

Su objetivo común es reconstruir los hechos, dar identidad a los cuerpos y aportar elementos técnicos al sistema judicial. En México, estas disciplinas se han desarrollado de forma discontinua, sin una política nacional clara, sin articulación entre niveles de gobierno, y con una enorme desigualdad entre regiones. En algunas entidades, las instalaciones son modernas y cuentan con equipo genético; en otras, los cadáveres se almacenan en condiciones precarias o quedan en el abandono institucional.

Los datos del INEGI confirman esta crisis estructural. Tan solo en 2022, ingresaron a los servicios forenses del país 130,470 cadáveres o restos humanos; de ellos, 37.6 % permaneció sin identificar, lo que equivale a cerca de 53,347 cuerpos almacenados sin reconocimiento. Ese mismo año se registraron 18,028 personas desaparecidas y 12,139 no localizadas, cifras que reflejan un incremento del 171 % respecto al año anterior. No se trata solo de cifras abrumadoras, sino de una carga institucional que desborda por completo la capacidad instalada del sistema forense.

Entre todas las ramas forenses, la medicina forense ocupa un lugar particular. Se trata de una disciplina con raíces antiguas: desde el siglo XIX, las escuelas de medicina en México ofrecían cátedras de medicina legal, y durante décadas el dictamen médico-pericial fue un campo de prestigio profesional. Hoy, sin embargo, esta especialidad ha perdido visibilidad, atractivo académico y capacidad institucional. Se sigue enseñando en los planes de estudio de medicina, pero muchas veces como asignatura secundaria, desvinculada de la práctica real o de los desafíos éticos contemporáneos.

Según el INEGI (2), al cierre de 2023 había 14,068 personas trabajando en servicios periciales o médicos forenses; solo el 12.7 % pertenecía a la Fiscalía General de la República y el resto a unidades estatales. Esta cifra no distingue la especialidad médica. En México, no existe un número preciso y actualizado de médicos forenses. Las estimaciones fluctúan de 500 a 2,600 médicos realizando labores forenses en el país. En un estudio realizado en 2017 donde solo reportaron 28 de los 32 estados se obtuvieron 1,664 plazas ocupadas, de los cuales dos terceras partes eran médicos generales y una tercera parte especialistas (3).

A ello se suma un problema de prestigio social y desgaste simbólico. Trabajar con la muerte, sobre todo con la muerte violenta, no solo implica destreza técnica, sino también exposición emocional, aislamiento institucional y una constante tensión ética. No es casual que la figura del forense esté cargada de estigmas: “el que ve muertos”, “el que firma las causas de muerte”, “el que sabe pero no dice”. En contextos de violencia estructural, donde los cuerpos no solo mueren sino que son ocultados, fragmentados o desplazados, el médico forense queda en una posición vulnerable. No son raros los casos en que los peritajes se manipulan, los informes se pierden o los dictámenes se redactan bajo presión. En un país donde tantas muertes buscan una narrativa oficial, el saber forense puede ser instrumentalizado o silenciado

Un análisis realizado por el autor muestra las limitaciones persistentes en la calidad del trabajo forense en certificación de muertes. En México, según INEGI (4), de 1990 a 2023 se registraron 19.5 millones de defunciones y de ellas, 96% fueron certificadas por tres tipos de médicos: médico tratante (25%), médico legista (14%) y otro médico (57%); 2.4% por personal autorizado por las autoridades sanitarias y 1.7% no especifica quien certificó. Del total de muertes certificadas por médicos legistas 32% fueron por llamadas causas naturales, 67% por accidentes y violencias y 1% no se especificó la causa. Lo que llama la atención es que según la ley, en el ejercicio de la medicina forense se debe realizar autopsia a cada muerte que se certifica, por lo que casi resulta extraño que en casi 200 mil muertes, de 1990 a 2023, se desconozca la causa. Del total de muertes accidentales y violentas los médicos legistas certifican 9 de cada 10. Sin embargo en 8% no pudieron determinar, a pesar de la autopsia, si la causa fue accidental o intencional. Además no identificaron la edad de las personas fallecidas en 4% de las muertes que certificaron.

A este panorama se suma un conjunto de descuidos estructurales. No existe en México un sistema nacional autónomo de ciencias forenses. Los servicios dependen de las fiscalías estatales, sin lineamientos uniformes, sin estadísticas transparentes, sin recursos suficientes. La formación es escasa: instituciones como la UNAM o el IPN ofrecen especialidades en medicina forense, pero con cupos muy limitados. En cuatro décadas, el IPN ha egresado poco más de 300 médicos forenses. Otras instituciones ofrecen maestrías o diplomados, pero con escasa conexión al sistema judicial. En muchos casos, los médicos generales asumen funciones forenses sin una preparación adecuada, lo que pone en riesgo tanto la calidad técnica como el respeto a los derechos humanos.

La crisis forense que vive México no es una fatalidad latinoamericana. En países como Argentina, Colombia o Guatemala, se han impulsado modelos forenses más autónomos, con enfoques humanitarios, coordinación interinstitucional y participación de las familias. El Equipo Argentino de Antropología Forense, la Unidad de Búsqueda de Personas Desaparecidas en Colombia o la Fundación de Antropología Forense de Guatemala muestran que es posible fortalecer las capacidades técnicas sin desligarlas del respeto a los derechos humanos. La diferencia no radica en la violencia sufrida, sino en la respuesta ofrecida.

Esta precariedad no solo es profesional; también es política. La crisis forense en México no es un problema técnico, sino un síntoma de una justicia debilitada. La acumulación de cuerpos sin identificar, la falta de personal capacitado, la fragmentación de bancos de datos y la saturación de los SEMEFO no son anomalías, sino expresiones de un Estado que no ha priorizado la verdad. Por eso, muchas familias han recurrido a organizaciones civiles, como el Equipo Argentino de Antropología Forense (EAAF), o a laboratorios independientes, para avanzar en la identificación de sus seres. La ciencia forense, en estos casos, no es solo una herramienta técnica: es un acto de resistencia.

Revalorizar las ciencias forenses, y en particular la medicina forense, implica más que ampliar plazas o mejorar salarios. Significa reconocer su lugar en la memoria colectiva, en la búsqueda de justicia y en la construcción de verdad pública. Se requiere una política de Estado que garantice formación continua, condiciones laborales dignas, autonomía técnica y acompañamiento psicosocial. Y también hace falta un cambio cultural: dejar de ver al médico forense como una figura marginal, y empezar a reconocerlo como un actor clave en la defensa de los derechos humanos. “Sin justicia para los muertos, no habrá verdad para los vivos.”

Referencias

*El autor es profesor Titular del Dpto. de Salud Pública, Facultad de Medicina, UNAM y Profesor Emérito del Dpto. de Ciencias de la Medición de la Salud, Universidad de Washington.

Las opiniones vertidas en este artículo no representan la posición de las instituciones en donde trabaja el autor.

rlozano@facmed.unam.mx; rlozano@uw.edu; @DrRafaelLozano

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