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Trump, los aranceles y la revancha: la obsesión que incubó durante 40 años

Publicado: abril 6, 2025, 2:06 am

Ha llegado la hora de la verdad para Donald Trump. Los aranceles que no logró imponer en su primer mandato, frenados entonces por asesores moderados y aliados del mundo empresarial, se han convertido ahora en política oficial de Estados Unidos. Esta vez no hay límites. Trump ha liberado su visión más radical y genuina: una economía protegida por impuestos fronterizos, diseñada por él mismo hace casi 40 años, cuando aún era un empresario neoyorquino en busca de atención política. Hoy, con el control absoluto del Ejecutivo y rodeado solo de leales, ha decidido llevarla a cabo.

Si las cosas salen mal –como anticipan los mercados, los analistas y la Reserva Federal– ya no podrá culparse a los demócratas, ni a Barack Obama ni a Joe Biden, ni a Bruselas ni a Pekín. Esta revolución lleva su nombre y su firma.

Nada más llegar a la Casa Blanca, Trump pidió a su equipo económico un cálculo detallado: quería una fórmula de aranceles país por país, que reflejara las prácticas comerciales de cada socio. Pero esta semana, en el Despacho Oval, lo descartó todo. Ignoró fórmulas complejas, detalles legales y objeciones diplomáticas. Les impuso su propia fórmula: una cuenta rápida, escrita en una cuartilla. El porcentaje del arancel se calcula dividiendo el déficit comercial con ese país entre el total de sus exportaciones a EE.UU. y multiplicándolo por cien. Si un país vende mucho y compra poco, paga más. Si el comercio está equilibrado, paga menos. Así de simple.

Algunos especularon con que era una idea improvisada, o incluso generada por inteligencia artificial. Pero no. Esa fórmula lleva rondando su cabeza desde 1987, cuando publicó a toda página en ‘The New York Times’ una carta abierta en la que ya exigía exactamente eso: aranceles universales y menos protección militar para aliados ricos. La obsesión estaba escrita. Ahora, se ha convertido en política de Estado.

Ya en 1987, cuando era empresario, publicó en ‘The New York Times’ una carta abierta pagada exigiendo aranceles universales

Aquel anuncio de una página entera publicado en ‘The New York Times’, pagado de su propio bolsillo cuando apenas era un empresario en ascenso bajo la tutela de su padre, sonaba a manifiesto. Denunciaba que Washington estaba siendo «tomado por tonto» por aliados ricos como Japón y Arabia Saudí. Reclamaba primero aranceles, retirada militar y un repliegue nacionalista. Casi cuatro décadas después, esa misma idea ha cuajado en una política: un arancel universal del 10% para todo el mundo. Y, a partir de ahí, suma y sigue.

A pesar de la conmoción de esta semana, de la aparente sorpresa en las capitales del mundo, de Pekín a Bruselas, lo cierto es que Trump no ha engañado a nadie. «No hay libre comercio, solo pensamos que lo hay», dijo en 1987 en una entrevista con el afamado presentador Larry King. Un año después, en el programa de Oprah Winfrey, volvió sobre el tema: «Dejamos que Japón lo suelte todo en nuestros mercados. Pero si tú intentas vender algo allí, olvídalo».

Un juego de suma cero

Desde ese punto, su discurso no ha variado un ápice. Trump concibe el comercio como un juego de suma cero: lo que gana un país, lo pierde otro. Y, si EE.UU. no gana, entonces –por definición– está perdiendo. En uno de sus libros de 2011 (titulado ‘La hora de ponerse duros’), lo planteaba sin rodeos: proponía un arancel universal del 20% para todos los bienes importados y señalaba directamente a China como el principal infractor. «Si quieren entrar en este mercado, que paguen», escribió.

Una pregunta frecuente entre quienes visitan Washington estos días –funcionarios extranjeros que buscan algún indicio de que el presidente va de farol– es por qué ahora sí, y en su primer mandato no. La diferencia clave no está en la convicción, que Trump mantiene intacta desde los años 80, sino en el entorno. En su primer gobierno, figuras como Gary Cohn, Steven Mnuchin o incluso algunos asesores republicanos en el Capitolio lograron contener sus impulsos. Esta vez, no hay nadie con intención –ni margen– para frenarlo. Su equipo económico, desde el secretario del Tesoro, Scott Bessent, hasta su jefe de Comercio, Jamieson Greer, ha sido escogido precisamente por su disposición a ejecutar, no a cuestionar.

Cuando llegó a la Presidencia en 2017, se encontró con resistencias internas. Sus asesores económicos, los grandes grupos empresariales, buena parte del Congreso y hasta su hija Ivanka frenaron su plan arancelario más radical. Solo logró imponer aranceles puntuales sobre el acero, el aluminio y a China.

China es, también, parte de la respuesta. El equipo comercial de la Casa Blanca ha insistido esta semana en llamadas con periodistas en que, cuando Trump aplicó sus aranceles en el primer mandato, los analistas y los mercados alertaron de una debacle que nunca llegó. Es más, Biden mantuvo esos aranceles, por más de 360.000 millones de dólares. «Espero que en sus informaciones publiquen esto: los medios fracasaron, se equivocaron con sus predicciones y ahora va a pasar lo mismo».

Ese es el tono que impera en la Casa Blanca: desafiante, impermeable al pánico de los mercados y ajeno a las advertencias. Trump actúa con la convicción de que esta vez no hay marcha atrás. Ha purgado a los moderados, se ha rodeado de fieles y gobierna sin frenos. La caída de las Bolsas, las alertas de la Reserva Federal, las protestas de los socios comerciales… todo eso, en su visión, es parte del precio de una victoria más grande: recuperar el control absoluto sobre la economía estadounidense.

El jueves por la noche, a pocas horas de la debacle prevista en los mercados, Trump decidió abandonar la Casa Blanca. Voló a Florida, se instaló en Mar-a-Lago y pasó el viernes en el campo de golf, intercalando partidas con llamadas telefónicas y publicaciones en las redes sociales. En una de ellas escribió: «Solo los débiles fracasan».

La gran duda ahora, tanto en las capitales de los socios y adversarios de EE.UU. como en Wall Street, es qué hacer. ¿Es esto una estrategia de negociación, una oportunidad para redefinir los términos del comercio global? ¿O es, sencillamente, la nueva realidad? Trump no lo está haciendo para obtener concesiones, sino para imponer su visión. Como en sus libros y entrevistas de los años 80, insiste en que quien no gana, pierde; que abrir el mercado sin pedir nada a cambio es «una estupidez».

Desde que publicó aquel anuncio en 1987 acusando a Japón de aprovecharse de EE.UU., Trump repite la misma idea con diferentes palabras: que las naciones aliadas se enriquecen a costa del contribuyente americano. En sus memorias, en televisión, en mítines, ha sostenido que imponer aranceles es una forma de restablecer el equilibrio. Y, ahora que tiene el poder absoluto, sin rivales internos y con una Administración leal, ha decidido ejecutar por fin ese plan, con una simple fórmula: castigo a todo país que exporta sin contribuir.

En sus memorias, en televisión, en mítines, ha sostenido que imponer aranceles es una forma de restablecer el equilibrio

Para Trump, el comercio internacional no es cooperación. Quien no domina, se deja dominar. En 1988, enfurecido porque una empresa japonesa le arrebató en subasta el piano que se usó en la película ‘Casablanca’, dijo en televisión: «Creo en los aranceles. Nos están robando. Tenemos que proteger el país». Lo que entonces parecía un exabrupto de empresario herido en su orgullo se ha convertido en doctrina presidencial. Y lo ha hecho justo cuando las condiciones globales hacen más difícil medir las consecuencias a corto plazo.

El precedente de McKinley

Además de su cruzada personal por los aranceles, Trump ha encontrado una referencia histórica que refuerza su visión. En discursos recientes, ha reivindicado abiertamente a William McKinley, el presidente republicano que a finales del siglo XIX financió al Estado casi exclusivamente con impuestos a las importaciones. Lo llama «el rey de los aranceles» y lo cita como modelo de cómo hacer rica a América sin tocar los ingresos de sus ciudadanos. Aunque su entorno reconoce que no es un lector aplicado, Trump ha interiorizado esta idea: si McKinley triunfó sin un impuesto sobre la renta, él también puede.

Pero lo que Trump omite es que McKinley, al final de su mandato, rectificó. Tras sufrir el desgaste político y económico de esas medidas, apostó por acuerdos comerciales recíprocos, exactamente lo que ahora la Casa Blanca de Trump rechaza. El día antes de ser asesinado, McKinley defendió el comercio abierto como vía de prosperidad.

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