Publicado: agosto 17, 2025, 12:14 am
En la capital de Estados Unidos, un simple bocadillo se ha convertido en símbolo de resistencia. Quien lo lanzó, un empleado del Departamento de Justicia, ha perdido ya su trabajo y podría acabar en prisión.
Sean Charles Dunn, de 37 años, se topó, como muchos … otros vecinos de Washington, con una escena poco habitual el domingo pasado: la ciudad tomada por patrullas de agentes federales. El FBI, la Patrulla Fronteriza, la Guardia Nacional… uniformes, chalecos antibalas y pistolas al cinto se desplegaban por una capital que no había visto antes una presencia tan numerosa de fuerzas federales en sus calles.
No es que Dunn hubiera sido parado en uno de esos nuevos controles. Venía tranquilamente de comprarse algo para comer en el Subway de las calles 14 y U cuando se encontró con varios agentes apostados en una de las esquinas más conflictivas de la ciudad, un lugar habitual de robos, atracos y agresiones por la concentración de bares y locales nocturnos.
Vestido con pantalón corto, una camisa rosa desabrochada y un grueso collar plateado, Dunn fue subiendo de tono. Primero les gritó a los agentes, luego se alejó, regresó, volvió a encararse y, ya plantado delante de ellos, soltó: «Señoras y señores, estos fascistas son unos racistas, no tienen permiso para estar aquí». Después, lanzó su bocadillo contra el pecho de uno de los oficiales y echó a correr.
Enfrentarse a un agente federal es algo que la ley castiga con dureza, incluso si el «arma» es un bocadillo.
Dunn, funcionario y especialista en asuntos internacionales en el Departamento de Justicia, fue arrestado y acusado de agredir, resistirse u obstruir a un oficial federal, un delito que puede acarrear hasta ocho años de prisión. La fiscal general, Pamela Bondi, lo citó como ejemplo de la política de «tolerancia cero» hacia cualquier contacto físico con las fuerzas del orden.
Tras su detención, Dunn reconoció lo ocurrido —«Lo hice. Lancé un bocadillo»— y quedó en libertad bajo fianza a la espera de una vista preliminar el 4 de septiembre.
Durante años, en Washington no se perseguía penalmente a quien gritara o escupiera a un agente. Trump lo puso como ejemplo el lunes, en la rueda de prensa en la que anunció que asumía el control de la capital para militarizarla y reducir los altos niveles de delincuencia callejera.
Todo ha cambiado
Las cosas han cambiado. La capital amanece y anochece estos días con un silencio extraño. Es una ciudad pequeña, de apenas 700.000 habitantes, pero zonas como U Street o Columbia Heights solían llenarse cada noche del bullicio de restaurantes y bares.
Ahora, ese espacio lo ocupan agentes que hasta hace poco vigilaban la frontera o investigaban casos federales. La Guardia Nacional, en uniforme de faena, patrulla los monumentos y se apostan en la estación de tren, antes un lugar degradado y rodeado de personas sin hogar junto a la fuente dedicada a Colón.
Los más golpeados por este nuevo escenario son ellos. Los jóvenes que durante años protagonizaron tirones de bolsos, robos de coches o destrozos de lunas pueden quedarse en casa y esperar tiempos mejores. Pero para los sin techo no hay escapatoria. Sus campamentos, habituales desde la pandemia, han sido desmontados en cuestión de horas. Antes de la orden de Trump, el desalojo debía notificarse con al menos 15 días de antelación. Esta semana, en apenas dos jornadas, agentes federales levantaron las últimas tiendas en Dupont Circle, donde cinco personas aseguraban vivir desde hacía más de un año.



Meghan Abraham, de 37 años, lleva meses en una tienda en Washington Circle Park. «Invito al presidente a pasar un tiempo aquí en una tienda con nosotros. Verá que no somos los maleantes que él piensa», dijo a ABC. Estaba haciendo planes para mudarse a Virginia, al otro lado del río, porque no le convencen los albergues que le ofrecen.
La calma es tensa y las miradas están siempre atentas. Esta es una ciudad que vota de forma abrumadora por los demócratas —alrededor del 95%— y donde Donald Trump es profundamente impopular. La presencia de agentes federales ha despertado recelo, y ya se han producido protestas espontáneas cuando aparecen controles en las calles.
El fiscal general de Washington, Brian Schwalb, demandó a la Administración Trump por la toma de control de la policía local, que el gobierno de la ciudad considera ilegal y un ataque directo a su autonomía.
El miércoles por la noche, en la intersección de las calles 14 y W, decenas de vecinos se reunieron en las aceras frente a un control policial en el que participaban agentes de Inmigración junto a la Policía Metropolitana. Gritaban «criminales», «fuera de aquí» mientras advertían a los conductores de la presencia del retén.
Redadas contra inmigrantes
El temor de muchos vecinos era que las redadas no solo sirvieran para prevenir delitos, sino también para detener a personas indocumentadas, y así ocurrió. Al menos uno de ellos, un repartidor, fue arrestado. Hasta ahora, Washington se había declarado ciudad santuario, donde no se practicaban deportaciones, pero la emergencia decretada por Trump obliga a la policía local a colaborar con los agentes de inmigración.
Pamela Bondi, fiscal general de Trump, quiere acabar con las políticas de «ciudad santuario» en Washington. El jueves anuló una orden de la jefa de policía, Pamela Smith, que permitía colaborar de forma limitada con las autoridades de inmigración. Para Bondi, esa medida era insuficiente porque seguía impidiendo detener a personas solo por órdenes migratorias y limitaba las preguntas sobre su estatus legal.
Con la nueva orden, cualquier decisión de la policía debe ser aprobada por Terry Cole, comisario de emergencia nombrado por Trump y jefe a la vez de la Agencia Antidroga de EE.UU. (DEA). Desde que se declaró la emergencia, agentes federales y policía local han realizado decenas de arrestos por motivos migratorios, algunos en controles de tráfico y otros en lugares de trabajo. Ya son comunes las redadas en centros comerciales y frente a tiendas de material de construcción, algo que también se ha visto en Florida y California.
A simple vista, parece que la delincuencia ha desaparecido de golpe en Washington. Donde antes apenas se veía un coche patrulla, ahora hay soldados de la Guardia Nacional en las esquinas y agentes del FBI caminando por las aceras. La ciudad vive bajo un despliegue inédito, que para muchos equivale a vivir en un lugar militarizado.
Las cifras oficiales muestran un descenso del 26% en los delitos violentos respecto al año pasado, pero eso tras un pico histórico en 2023. Aun así, la capital sigue registrando cada año unos 29.000 delitos, incluidos más de 100 homicidios, casi 3.000 robos de vehículos y más de 7.000 hurtos. No es poco para una ciudad de 700.000 habitantes.
Las opiniones están divididas. La mayoría se opone al despliegue por razones políticas. «Esto es lo que hacen los Estados autoritarios: llenar las calles de uniformes para dar sensación de orden», dice a ABC Claudia Ramírez, entrenadora personal de 34 años, que asegura no sentirse más segura con militares en su barrio.
Quienes apoyan la medida lo hacen con mucha discreción. «No voy a dar mi apellido, aquí te marcan de pro-Trump y no te lo quitas nunca», admite Eric, funcionario de 45 años, vecino de la calle 14. En los últimos cinco años ha sido víctima de dos atracos, del robo sistemático de paquetes en su porche y de tres roturas de luna de su coche para llevarse lo poco que había dentro. «Si esto sirve para que dejen de robarnos, bienvenido sea, lo celebraremos», añade. Será, en todo caso, una celebración en silencio.