Publicado: abril 23, 2025, 11:50 pm

A casi 100 días de su segundo mandato, dos de las grandes apuestas personales de Donald Trump para sacudir a la clase dominante desde dentro de su gabinete han acabado en retirada o al borde del colapso. Lo que el presidente presentó como una fórmula … disruptiva para romper inercias y dinamitar burocracias se ha transformado en una fuente sostenida de crisis, tensión interna y desgaste institucional.
El milmillonario Elon Musk, a quien Trump otorgó acceso sin precedentes a la Casa Blanca como arquitecto de su reforma administrativa, ha anunciado su salida parcial tras el hundimiento bursátil de Tesla y el boicot global contra la marca. En paralelo, Pete Hegseth, ex presentador de Fox News reconvertido en secretario de Defensa, se enfrenta a una tormenta política de primer orden por filtraciones operativas que han colocado al Pentágono en una crisis insólita.
Ambos llegaron con promesas de eficiencia, ruptura y acción directa. Hoy, están bajo presión y en entredicho. Trump, fiel a su estilo, niega cualquier crisis, culpa a los periodistas de distorsionar la realidad y asegura que todo avanza bien sin contratiempos. Pero incluso dentro del Partido Republicano cunde la inquietud. Legisladores relevantes en el Capitolio han comenzado a expresar, en privado y en público, su preocupación por el caos en Defensa y el daño reputacional que está generando el estilo irreverente de Musk.
El Pentágono, bajo el mando de Hegseth, ha devenido en escenario de filtraciones de alto riesgo, uso imprudente de canales de mensajería móvil y una cadena de destituciones que ha puesto en riesgo su operatividad. El detonante fue una serie de mensajes compartidos por Hegseth en la app Signal, en los que detallaba el momento exacto de bombardeos contra los hutíes en Yemen. Uno de esos mensajes filtrado por error a un periodista decía literalmente: «Aquí caerán las primeras bombas».
Desde entonces, la situación ha degenerado en una purga interna. El 18 de abril, tres de sus principales colaboradores fueron despedidos: Dan Caldwell (asesor), Darin Selnick (jefe adjunto de gabinete) y un tercer alto cargo cuyo nombre no se ha revelado. Los tres habían sido suspendidos previamente de empleo, en el marco de una investigación interna del Pentágono sobre posibles violaciones de seguridad. Ninguno ha sido formalmente acusado de nada, pero la forma en que fueron apartados ha desatado una oleada de reproches dentro y fuera del Departamento.
La crisis se agravó cuando los tres destituidos publicaron una carta conjunta en la que denuncian haber sido víctimas de una «campaña de desprestigio» orquestada por altos funcionarios del Pentágono. Alegan que no se les informó de los cargos ni del contenido de la investigación. A su denuncia se sumó John Ullyot, exjefe de prensa del Departamento y amigo personal de Hegseth, quien presentó su dimisión y escribió una tribuna en Politico en la que calificó la gestión del secretario como «un colapso absoluto» y cuestionó su idoneidad para dirigir el complejo militar más poderoso del mundo.
Mientras tanto, Elon Musk ha sido, durante tres meses, la figura más disruptiva y divisiva del nuevo gobierno de Trump. Su implicación directa en la Casa Blanca, sin salario y con acceso privilegiado al Despacho Oval, se presentó como un experimento de eficiencia y tecnocracia. Pero el resultado ha sido un terremoto, financiero y político. Tesla, la joya de su imperio, ha perdido un 45% de su valor bursátil desde noviembre, y las ventas han caído de forma abrupta en sus mercados tradicionales, como California y Nueva York. El propio Musk ha reconocido que se centrará de nuevo en sus empresas y reducirá su presencia en Washington a «uno o dos días por semana».
El punto de quiebre ha sido múltiple: su defensa pública de medidas impopulares como la eliminación de programas de diversidad, sus ataques a empleados públicos desde su red social X, y su asociación incondicional con Trump, a quien ha elogiado repetidamente con frases como «tenía razón en todo». Musk no ha disimulado su desprecio por los protocolos institucionales. Ha entrado en reuniones vestido con camisetas provocadoras, acompañado por su hijo pequeño, y con una gorra roja bordada con lemas partidistas. Su estilo no ha sido interpretado como audaz, sino como profundamente divisivo.
El desgaste ha sido tangible. Fondos de inversión han empezado a retirar participaciones en Tesla, citando motivos éticos y de gobernanza. Clientes tradicionales, especialmente en ciudades progresistas, han dejado de comprar sus vehículos. En redes sociales, campañas como #BoycottTesla y #DivestFromMusk han ganado fuerza. Algunos concesionarios han sufrido actos vandálicos. Incluso el propio Trump intentó apuntalar la marca comprando un modelo en directo desde la Casa Blanca, en un gesto calculado de respaldo político.
En sus intervenciones públicas, Musk ha culpado a «las fuerzas del despilfarro y el fraude» por su caída de popularidad. Pero incluso en su círculo cercano se reconoce que su presencia diaria en el Ala Oeste, su tono directo y áspero, y su tendencia a insultar desde su propia plataforma han terminado aislándolo. (A un asesor comercial de Trump lo llamó «más tonto que un saco de ladrillos»).
Lo que debía ser influencia se ha vuelto un problema. La Casa Blanca ha empezado a dejarlo de lado de las decisiones más importantes, y su margen de maniobra se ha reducido. Lo que queda ahora es una retirada táctica, disfrazada de cambio de prioridades.