Publicado: agosto 24, 2025, 2:16 am

En la Casa Blanca de Donald Trump, donde todo parece girar en torno a frases altisonantes y golpes de efecto, Melania Trump ha elegido otro camino: el silencio. Pero el suyo es un silencio cargado de gestos políticos que, poco a poco, han ido … marcando contra todo pronóstico la agenda internacional.
La señal más clara de que Melania no es lo que parece llegó con su carta a Vladímir Putin. En un folio cuidadosamente escrito, una obra de orfebrería epistolar, apeló no a la geopolítica ni a los tratados, sino a los niños. «Cada niño comparte los mismos sueños tranquilos en su corazón», le recordó al presidente ruso. Y le ofreció casi una súplica: «Usted puede devolverles su risa».
El marido, cumplidor, entregó la misiva en Anchorage, ante las miradas sorprendidas de las delegaciones rusa y estadounidense. Putin la leyó de inmediato, consciente de que no era una cortesía más. Era una petición con mucho mayor peso que las de diplomáticos, secretarios o enviados especiales.
La escena dio la vuelta al mundo. En Ucrania recordaron que Melania es europea de corazón, muy católica, nacida en Eslovenia, conocedora de los rigores del comunismo yugoslavo, y la bautizaron en memes como ‘Agente Trumpenko’, un as en la manga contra el imperio del Kremlin, y en Washington se empezó a hablar de que la primera dama había logrado lo que pocos asesores podían: incomodar al mismo Putin.
Días después, Volodímir Zelenski quiso agradecer el gesto. En una visita a la Casa Blanca, interrumpió la reunión para entregar a Trump un sobre blanco. «No es para ti, es para tu mujer», dijo con una sonrisa nerviosa. Era una carta de Olena Zelenska, su mujer, dirigida a Melania. El presidente, entre risas, quiso abrirlo. Zelenski lo detuvo: «Es para ella». Un momento íntimo, amable, pero cargado de simbolismo: la primera dama de Ucrania agradeciendo a la de Estados Unidos haberse acordado de los niños ucranianos robados de su hogar.
Visto lo visto, que tras esa providencial intervención Donald Trump comenzó a mostrarse más firme ante Putin, las peticiones empezaron a llegarle a ella directamente. Pronto llegó una carta de Emine Erdogan desde Ankara, inspirada en la misiva a Putin, reclamando que intercediera también por los niños de Gaza.
Diplomacia informal
De pronto, Melania se había convertido en la depositaria de un nuevo canal de diplomacia, informal pero influyente, que cruzaba por encima de cancillerías y ministerios. En torno a su figura empezó a proyectarse una autoridad moral inesperada: la de una primera dama ausente de la vida pública, pero capaz de hacer llegar mensajes incómodos al Kremlin o de recibir apelaciones directas de esposas de jefes de Estado.
Por lo general, Melania no está. Su ausencia es constante y visible: apenas aparece en Washington en contadas ocasiones, y cuando lo hace, suele ser en actos muy escogidos. Mientras tanto, son otras mujeres las que rodean al presidente y ocupan la escena pública: su jefa de gabinete, Susie Wiles; su jefa de prensa, Karoline Leavitt; su directora de inteligencia, Tulsi Gabbard; y su fiscal general, Pam Bondi. Cada una con responsabilidades claras en la estructura de poder de la Casa Blanca. Ninguna, sin embargo, tiene la ascendencia personal que se le reconoce a Melania.
El protocolo, tradicionalmente en manos del Ala Este, donde está la oficina de la primera dama, ha pasado ahora a otra figura: la embajadora Monica Crowley. Es ella quien coordina los actos, las ceremonias y los saraos de Estado. Melania se concentra en cambio en su vida privada, en sus intereses y en sus prioridades. No se la convoca a reuniones, no se la llama para dar la cara, no se la requiere como en el pasado se requería a las esposas de los presidentes. Su papel se ha ido a otro terreno.
Una voz silenciosa pero pesada
Medir la influencia de Melania es casi imposible. No aparece en las reuniones del gabinete, no lidera apenas campañas públicas, no ofrece discursos. Y, sin embargo, quienes la rodean coinciden en que no cumple el papel de mero florero. Su voz, cuando habla, se escucha. Su consejo, cuando lo ofrece, pesa. Permanece lejos de los focos en el lugar más enfocado del mundo. Desde esa aparente distancia, proyecta una fuerza difícil de calcular.
El símbolo de ese cambio está en los muros de la propia Casa Blanca. El Ala Este, dominio de las primeras damas desde Jackie Kennedy, va a desaparecer. Será demolida para dar paso a un gran salón de recepciones. Desaparecen así las oficinas, los despachos y el espacio institucional que durante décadas encarnó el papel público de la esposa del presidente. Pero la desaparición física del Ala Este no significa que desaparezca el papel de Melania. Su influencia se transforma: ya no está vinculada a un edificio ni a un equipo de asesores, sino a un rol distinto, más íntimo, más reservado, pero también más difícil de contrarrestar.
A su predecesora, Jill Biden, se la acusa de haber ocultado el declive de su marido, Joe Biden, sosteniéndolo en público cuando ya era evidente su fragilidad. En ese sentido, Melania ha optado por todo lo contrario. El protagonismo es exclusivamente de él, que acapara los focos, las cámaras y la tribuna política. Pero la influencia, discreta y firme, es claramente de ella. Y en lo que le importa de verdad -los niños, la guerra, las decisiones que afectan a su propio instinto vital- tiene siempre la última palabra.