Los éxitos deportivos suelen ser efímeros. Se olvidan fácilmente porque vienen otros mejores. Hay excepciones: Rafael Nadal es una de ellas, es la excepción, casi podría decirse. Durante 20 años se ha esforzado como nadie en ser el mejor en un deporte cada vez más exigente y difícil, con variadas superficies y escenarios, con trayectorias anteriores de leyenda casi imposibles de emular y superar. Nadal lo ha conseguido y ha creado la suya propia, un relato épico reflejado en títulos, casi un centenar, y en muchos momentos inolvidables: las finales de Wimblendon contra Federer, sus 14 Roland Garros… son solo dos ejemplos.
Pero el tenista mallorquín tiene algo más que la rotundidad de su excelso palmarés como tenista, que la gloria de su práctica deportiva. Tiene la normalidad como enseña en lo que se conoce de su vida, el apego a su familia –sin duda clave en su devenir por las canchas de tenis-, la vinculación con su tierra de origen, el amor por las cosas sencillas, las amistades de siempre, las aficiones que pueden ser más universalmente compartidas como el fútbol y el mar, y quizás el golf.
No hay trucos para ser normal salvo que se quiera aparentar una normalidad que no se tiene. El que no quiere salir en las fotos del famoseo, ser pábulo de cotilleos y rendiciones cuchés, lo único que debe hacer es no ponerse en almoneda.
Por todo eso Nadal permanecerá para siempre en los corazones de la gente y en la memoria colectiva, por lo que hizo en su deporte y por lo que no hizo en su vida, al menos hasta ahora. Su recorrido próximo está por labrar, es probable que él sepa más de lo que cuenta. En lo que haga, si lo hace desde la normalidad y la sencillez con la que se ha movido, contará con apoyos unánimes. Por eso Rafael Nadal siempre estará ahí.