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La sanchización de la Justicia

Publicado: noviembre 24, 2025, 3:07 am

En la Segunda República hizo fortuna entre las huestes del Frente Popular el concepto de «republicanizar» la vida pública. Se referían con ello a la necesidad de instalar en las instituciones a personas no que cumplieran su deber con neutralidad y respeto a las leyes vigentes, sino que fueran adictas al programa del Gobierno y sus aliados. Esto incluía a los funcionarios de los ministerios, la Policía, el Ejército, los ayuntamientos y, muy especialmente, la Justicia.

Los jueces fueron una obsesión para el Frente Popular. Identificados como un bastión del antiguo régimen monárquico, fueron señalados de forma constante por los líderes izquierdistas y los medios afines. Los procesos tras la Revolución de 1934 y la actuación judicial en la violenta primavera de 1936 que precedió a la Guerra Civil no hicieron más que incrementar este conflicto. Pero la desconfianza venía de origen.

A Azaña le gustaba presumir de que en la Constitución republicana no se había considerado a la Justicia como un Poder del Estado. En un debate en el Congreso en 1932, el presidente del Gobierno se jactaba de ello ante Gil-Robles con la Constitución en la mano. «Yo no sé lo que es el Poder Judicial», decía, y retaba al líder derechista a «que lo busque en este libro, a ver si lo encuentra». «Va mucha e importantísima diferencia de decir Poder Judicial a decir Administración de Justicia, todo un mundo en el concepto de Estado», advertía Azaña.

Así era. El mundo que va de ser un poder independiente a quedarse en una parte más de la Administración del Estado. El primero es ajeno a la política. El segundo se amolda a la mayoría en el Gobierno. Esta concepción de la Justicia se materializaría en una tardía reforma judicial, aprobada en 1936, con la que el ministro del ramo, Manuel Blasco Garzón, proclamó que había que «ir a la rápida republicanización de la magistratura». Su ley provocó un intenso debate en el Congreso el 7 de julio, uno de los últimos antes de la guerra, en el que la oposición denunció que se estaba laminando la independencia judicial «bajo la presión de las turbas» y de la «prensa extremista», que «señala con el dedo a dignísimos fiscales y funcionarios judiciales».

Esas turbas y esa prensa extremista mantenían un pulso permanente para alcanzar una Justicia popular. El objetivo último, el final soñado. Una Justicia libre de los legalismos y las ataduras que impedían el cambio social. Una Justicia en la que la culpabilidad o inocencia del procesado dependiera no de las pruebas y los testigos, sino de quién era.

Hay quien dirá que el ex fiscal general Álvaro García Ortiz ha sufrido una condena por ser quien es, pero la verdad es justo la contraria: se pretendía su absolución por ser quien es. Cuando Pedro Sánchez dijo el jueves, tras el fallo contra su fiscal, que hay que «defender la soberanía popular [sic] frente a aquellos que se creen con la prerrogativa de tutelarla», no estaba diciendo otra cosa más que los jueces no son nadie para inhabilitar al fiscal que ha nombrado él. En nuestra Constitución del 78 la Justicia sí es un poder del Estado, al mismo nivel que el Ejecutivo y el Legislativo, y la soberanía no es popular, sino nacional. Pero Sánchez y su PSOE no creen ni una cosa ni la otra. Ayer volvió a declarar inocente a García Ortiz, discrepó de «la orientación de esta sentencia» aunque la sentencia aún no ha sido escrita y vaticinó que su Tribunal Constitucional, con Pumpido al frente, lo arreglará.

El espectáculo está siendo entre grotesco e inquietante. Se ha subido a otro nivel en el ataque a los jueces, el cuestionamiento de la separación de poderes y la difusión de mentiras, con un papel especialmente triste de los medios de comunicación que, más que afines al Gobierno, se comportan como órganos de un régimen y son, en algún caso particular, una caricatura de lo que fueron y de lo que dicen representar.

Llamar «golpistas» a magistrados como el presidente del tribunal, Andrés Martínez Arrieta, un juez de trayectoria intachable que empezó su carrera en Azkoitia en los años de plomo de ETA y que tuvo el cuajo de enfrentarse a la mafia policial postfranquista en el caso Nani, tiene el objetivo evidente de movilizar a las turbas y el implícito de advertir a los incautos. La lista de investigados declarados ya «inocentes» por la claque socialista es larga y hay que estar preparados. Por el banquillo pasará en breve el hermano y en un futuro cercano puede hacerlo la esposa. Los seguidores más intxaurrondos están intentando rescatar a Cerdán y ya veremos si no terminan cantando las bondades de Ábalos, Koldo y hasta de la fontanera.

Todo es posible en este estado de histeria sanchista. Sólo falta que los presentadores de TVE entonen la vieja frase con la que arengaba Margarita Nelken en aquella otra guerra socialista contra los jueces: «Para dictar justicia de clase no hacen falta magistrados reaccionarios. Basta con un panadero, que no importa que no sepa leyes, con tal que sepa lo que es la revolución».

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