Publicado: noviembre 23, 2025, 7:07 pm

El jueves por la tarde, poco después de conocerse la condena al fiscal general, el ministro de Justicia, Félix Bolaños, compareció ante los medios. Como apuntó Leyre Iglesias, su tono resonó con el que Arias Navarro anunció la muerte de Franco 50 años antes: «El Gobierno tiene el deber legal de respetar el fallo, pero también el deber moral de decir públicamente que no lo compartimos». Sus palabras son del máximo interés, pues expresan que el Gobierno cree que el Tribunal Supremo condena a un hombre inocente. Un peligroso acto de fe, pues supone una de estas dos tesis: o bien que el órgano jurisdiccional superior ha cometido un grave error, o bien que ha prevaricado. Y como sería cómico que cualquier miembro del gobierno —no digamos Óscar López— acusara a los magistrados del Supremo de errar por falta de pericia, es más razonable pensar que están acusando al tribunal de prevaricar, o sea, de dictar a sabiendas una sentencia injusta.
La noche en que conocimos el fallo, el propio Óscar López pasó por los micrófonos de la Cadena Ser para decretar que «el fiscal general es inocente, a pesar de lo que diga el Tribunal Supremo». Tristemente, nos hemos acostumbrado a que el Ejecutivo rechace la autoridad institucional del Poder Judicial. Los ecos schmittianos cada vez suenan más fuertes. El gobierno está a un paso de insinuar que, en nombre de la soberanía popular, puede invalidar la ley. No sé si el gobierno pretende usurpar las funciones del poder judicial o sólo deslegitimarlo. Pero lo peor de su deriva schmittiana es el cinismo con que atacan la separación de poderes y, sin interrupción, alertan sobre los peligros que acechan la democracia liberal.
Claro que en el caso que nos ocupa quizá haya otra alternativa; quizá el imponderable Óscar López no decretó la inocencia del fiscal general desde el sectarismo y la fe, sino desde el conocimiento y la contrición. Recordemos que el testimonio más inasumible del juicio fue el de Pilar Sánchez Acera, ex asesora del ministro López cuando este era jefe de gabinete del presidente. Declaró que recibió el correo confidencial de un periodista, pero que no recuerda ni quién era ni de qué medio. En otras palabras, el rastro de la filtración originaria se detiene en Sánchez Acera, es decir, en la oficina de Óscar López en Moncloa. Por eso no descarto que la rotundidad con la que López afirma la inocencia del fiscal general no responda a su habitual zoquetería, sino al conocimiento íntimo de cómo empezó todo.
Esta tesis podría explicar la actitud que Pedro Sánchez ha tenido estos meses. No ha tratado a García Ortiz como a Ábalos, Koldo o Cerdán, apartados desde su imputación. Ni siquiera como a su hermano, del que rara vez habla. García Ortiz ha recibido un respaldo sólo comparable al de Begoña Gómez. Y me pregunto si el motivo es que el fiscal general no sería un delincuente convicto si Moncloa no hubiera activado una operación para contrarrestar las informaciones sobre la esposa del presidente. García Ortiz delinquió por participar en una operación que él no puso en marcha. Una muestra de lealtad que ha pagado cara. Sus incitadores lo saben, y por eso mantienen su apoyo moral. Saben que delinquió por ellos, y por eso en algún momento tendrán que pedirle perdón.
