Publicado: noviembre 14, 2025, 4:23 am
Creo en la ciencia, no de una forma ciega pero sí con la convicción de que es la expresión más fiable del intelecto humano. Y creo en la medicina aun entendiendo que no es una ciencia exacta, sino una ciencia aplicada que ha de afrontar la variabilidad humana; cada individuo tiene una anatomía y una genética diferente y en consecuencia el resultado de las terapias también pueden serlo y, por tanto, no ser del todo predecibles. Dicho lo cual no deja de sorprenderme el escepticismo que algunos muestran por los tratamientos médicos a pesar de los grandes avances científicos que los avalan, salvando a la gente de enfermedades que hace no tanto eran mortales de necesidad. La época de El enfermo imaginario de Molière pasó hace mucho tiempo y, con ella, aquellos matasanos que acribillaban a sus pacientes con lavativas y sanguijuelas.
El mayor desprecio a lo que la medicina ha demostrado lograr en favor de la salud de los humanos se advierte en los movimientos antivacunas de los que no consigo sino apreciar la misma indigencia intelectual que le atribuyo al terraplanismo. Me cuesta por ello entender que figuras a las que admiro por su trayectoria artística o deportiva como Novak Djokovic, Miguel Bosé o Victoria Abril, entre otras, hayan caído en el negacionismo cuando las vacunas han hecho tanto por la humanidad.
Desde que Edward Jenner inventó en 1796 la primera vacuna contra la viruela el desarrollo de este mecanismo de inmunización contra virus y bacterias ha salvado tantas vidas que resulta incomprensible cualquier argumento contrario, ya sea por desconfianza en la medicina como por fundamentalismos religiosos, como aquellos que creían que la vacunas no eran cristianas porque su elaboración provenía de un animal. Solo en los últimos 50 años, y según la OMS, las vacunas han evitado mas de 150 millones de muertes seguras, de ellas 146 millones niños menores de cinco años.
Tenemos bien reciente lo que las vacunas contra la covid supusieron como tabla de salvación ante una pandemia cuyos efectos devastadores no parecían tener fin. Una pandemia que se llevó por delante mas de millón y medio de vidas solo en Europa, de las cuales casi 122.000 lo fueron en nuestro país. Las estimaciones más someras calculan que, de no ser por aquellas vacunas, que hubo que desarrollar en tiempo récord, al menos otros 127.000 de nuestros compatriotas hubieran fallecido a causa del virus.
A pesar de tales evidencias asistimos pasmados a cómo todo un presidente de los Estados Unidos nombra como secretario de Estado de Sanidad a un antivacunas como Robert Kennedy, que ha recortado en 500 millones la investigación de las vacunas de ARN mensajero que, además de mostrar su eficacia en la pandemia de la covid, prometía avances para afrontar futuras amenazas. Kennedy y Trump alimentaron además bulos como el que vinculaba el autismo con las vacunas infantiles. Los bulos infectan las redes de estupidez e ignorancia generando la desconfianza y el rechazo a las campañas de vacunación sin sustento científico, lo que no solo pone en peligro la salud de quienes no se vacunan, también la de los demás porque cuantas más personas se protegen, más se limita la circulación del virus y que pueda alcanzar a colectivos vulnerables.
Ahora con la llegada de los primeros fríos del otoño vuelven los catarros, las gripes y también la covid, entre otras infecciones respiratorias. En dos semanas nos plantamos en diciembre que, junto a enero, registran los picos más altos de incidencia. La estadística constata que ocho de cada 10 pacientes en UCI por la gripe no se vacunaron. Es ciencia no superchería.
