Publicado: diciembre 1, 2025, 10:00 pm
La fuente de la noticia es https://www.abc.es/tecnologia/misterio-iphone-seguimos-pagando-moviles-parecen-20251202174917-nt.html
Es una escena que se repite cada mes de septiembre, casi como un ritual religioso de la era moderna. Tim Cook sube al escenario en el Apple Park, presenta un dispositivo que cuesta lo mismo (o más) que el sueldo mensual de muchos … españoles y, al día siguiente, las reservas se agotan. Pero hay algo que no cuadra: si miramos fríamente la hoja de especificaciones, notaremos en seguida que, más o menos, los ‘gadgets’ están al mismo nivel que los terminales Android de gama media, y que son mucho más baratos.
Cualquier usuario de dispositivos con el sistema operativo de Google nos dirá, y con razón, que su teléfono de 400 euros tiene más memoria RAM que el último iPhone 17. Que su batería tiene muchos más miliamperios que las de Apple. Le recordará que Samsung o Xiaomi montan cámaras de 200 megapíxeles mientras Apple ha tardado años en abandonar los 12 y acaba de estrenar, como quien dice, los 48. Y, por si fuera poco, le señalará también que la inteligencia artificial de Google y OpenAI están a años luz de una Siri que, a menudo, sigue teniendo problemas para poner un temporizador.
Y, aun así, Apple gana. Y no solo eso, sino que arrasa en la gama alta. No en vano, se lleva casi el 80% de los beneficios de toda la industria móvil mundial. ¿Cómo es esto posible? ¿Estamos ante el mayor truco de ilusionismo del marketing moderno o hay algo que la hoja de especificaciones no nos está contando?
La respuesta no es sencilla, y requiere ‘diseccionar’ al gigante de Cupertino desde tres frentes distintos: la ingeniería invisible, la psicología del deseo y el fenómeno de la ‘jaula de oro’.
Cuando menos es más
Para comprender por qué un iPhone con 8 GB de RAM rinde igual o más que un Android con 16 GB debemos entender una diferencia fundamental de arquitectura. En el mundo Android, el sistema operativo debe funcionar en miles de dispositivos diferentes, con chips de Qualcomm, MediaTek o Exynos. Es como intentar diseñar un traje que le quede bien a mil personas distintas.
Pero Apple juega a otra cosa. Ellos diseñan el chip (la serie A), el hardware (el móvil) y también el software (iOS). Es lo que se conoce como integración vertical.
Eso significa que cuando Apple diseña una nueva versión de iOS, sabe exactamente cuántos transistores tiene el procesador que lo va a ejecutar. Es decir, que no necesita ‘fuerza bruta’, sino optimización. La inmensa mayoría de los usuarios de iPhone, (cerca del 90%) instalan de inmediato las nuevas versiones del sistema operativo, más del doble que los usuarios de Android, muchos de cuyos terminales no son compatibles con las últimas versiones del software. Además, la gestión de la memoria en iOS no utiliza el sistema de ‘recolección de basura’ (Garbage Collection) de Java que usa Android, que requiere mucha memoria libre para reciclar datos. iOS gestiona la memoria en tiempo real de forma nativa. Por eso, comparar los gigas de RAM entre ambas plataformas es, literalmente, como comparar peras con manzanas.
Lo mismo ocurre con la batería. No se trata de lo grande que sea el depósito de gasolina (los miliamperios), sino de cuánto consume el coche. Y los procesadores de Apple son, hoy por hoy, los más eficientes del mercado por vatio consumido. El resultado es que un iPhone puede hacer más con menos energía, lo que les permite montar baterías menores pero sin sacrificar autonomía real.
La dictadura de los megapíxeles
Y llegamos a uno de los puntos críticos, el apartado fotográfico, en el que Apple suele estar bastante por encima de los demás. ¿Pero cómo lo consigue, si durante años los de la manzana han mantenido sensores de apenas 12 megapíxeles mientras que la competencia inflaba los números hasta el absurdo? Se podría alegar que, en fotografía, el tamaño del píxel y la calidad de la lente importan mucho más que la cantidad de píxeles.
Pero el verdadero secreto no está en la lente, sino en el cerebro. Apple ha convertido la fotografía en un proceso computacional. Cuando pulsamos el disparador, el iPhone no toma una foto, sino muchas. Después combina las mejores partes de cada una, reduce el ruido, ajusta el rango dinámico y entrega una imagen ‘perfecta’ en milisegundos. Y lo hace siempre, en cada foto. Es cierto que un móvil Android de gama alta puede sacar una foto espectacular una vez, pero también otra mediocre al disparo siguiente. Los iPhone no: ofrecen una fiabilidad que llega a ser incluso aburrida, pero que es tremendamente efectiva: la foto saldrá bien el 99% de las veces. Y para el usuario medio, eso vale más que un zoom de 100 aumentos que, con suerte, usará un par de veces en su vida.
El ecosistema, una ‘cárcel de oro’
Hemos visto cómo la tecnología explica el rendimiento, pero hay más. El marketing y la estrategia de producto también influyen, y explican perfectamente por qué no solo ‘elegimos’ Apple, sino que nos quedamos atados a la marca. Y es que Apple no vende productos aislados, sino piezas de un rompecabezas.
Nos referimos al famoso ‘ecosistema’. Pero veamos. Compras el iPhone. Luego te das cuenta de que los AirPods se conectan mágicamente con solo abrir la caja. Después, descubres que puedes copiar un texto en tu iPhone y pegarlo inmediatamente en tu Mac, o que tu Apple Watch desbloquea tu ordenador sin tocar nada.
Esta sinergia entre dispositivos crea una inmensa resistencia al cambio. Cambiar de Android a iPhone (o viceversa) es fácil; no hay más que seguir las indicaciones del propio dispositivo. Pero salir de Apple implica perder toda esa ‘magia’. Dejar de usar un Apple Watch es doloroso porque no hay nada en Android que ofrezca esa fluidez de integración. Apple ha construido una ‘jaula de oro’: es tan cómodo estar dentro que ni siquiera la puerta abierta nos tienta a escapar.
El factor ‘burbuja azul’
Además de lo anterior, Apple ha conseguido aprovechar como nadie las ventajas de la psicología social. Y es el único fabricante de tecnología que ha conseguido posicionarse como un ‘bien Veblen’. Es decir, aquel cuya demanda aumenta cuando aumenta su precio, porque se percibe como un símbolo de estatus exclusivo.
No nos engañemos: llevar un Apple Watch Ultra o sacar el último modelo de iPhone Pro Max envía una señal social inmediata de poder adquisitivo y pertenencia a un grupo ‘selecto’. Es la misma lógica que aplica a los bolsos de lujo o a los coches deportivos, pero en una herramienta que usamos, y mostramos, cientos de veces al día.
En Estados Unidos, el fenómeno ha llegado a cotas absurdas con la ‘app’ nativa iMessage. Los mensajes de otros iPhone aparecen en burbujas azules; los de Android, en burbujas verdes. Entre los adolescentes, tener la ‘burbuja verde’ es motivo de exclusión social. Apple lo sabe, y ha defendido ese muro con uñas y dientes.
Otro aspecto psicológico importante para elegir productos de Apple es la llamada ‘reducción de la fatiga de decisión’. A nadie se le escapa que el catálogo de Android es una jungla: cientos de modelos parecidos, cada uno destacando en un aspecto concreto: ¿Mejor pantalla o mejor batería? ¿Plegable o rígido? ¿Mejor procesador o mejor sistema de cámaras? Con Apple, la elección es binaria: el normal o el Pro. Para el consumidor saturado de información, Apple ofrece un refugio seguro: ‘si compro esto, sé que será bueno’. Esa tranquilidad tiene un precio, y el mercado ha demostrado estar más que dispuesto a pagarlo.
IA: ¿el talón de Aquiles?
Sin embargo, no todo brilla en el Apple Park. Las críticas sobre la inteligencia artificial son reales, y justificadas. Mientras Google y Microsoft redibujan el futuro con IA generativa, Siri parece, aún, anclada al pasado.
La Apple Intelligence se avecina, sí, pero llega tarde; y ni siquiera así los de la manzana pierden cuota de mercado ¿Por qué? Aquí entra en juego la última carta de los de Cupertino: la privacidad. Su narrativa es clara: ‘Nuestra IA puede no ser la más lista, pero es la única que no vende tus datos’. Y es verdad. Apple procesa la mayor parte de la IA dentro del propio dispositivo, no en la nube. E integra funciones de IA, algunas muy exclusivas, en las propias aplicaciones. Una IA menos brillante, pero más útil y segura.
¿Será eso suficiente? Eso es algo que aún está por ver. Pero si algo nos ha enseñado la historia es que Apple rara vez es el primero en llegar (no inventaron el MP3, ni el ‘smartphone’, ni la tablet, ni el reloj inteligente, ni los auriculares inalámbricos). Su especialidad consiste en llegar tarde, pero mejor, refinando la tecnología hasta hacerla invisible, fácil, práctica y deseable para todos. ¿Sucederá lo mismo con la IA?
Como conclusión, se podría decir que Apple ha entendido mejor que nadie que, en el fondo, la gente no compra gigas de RAM, ni miliamperios, ni megapíxeles, ni megabytes. La gente compra experiencias, y la certeza de que su teléfono no se devaluará un 50% en seis meses (el valor de reventa de un iPhone es inigualable). Compra la simplicidad de un servicio técnico que, aunque caro, suele ser resolutivo. Y compra también la pertenencia a una ‘tribu’ exclusiva.
Sobre el papel, y desde un punto de vista meramente tecnológico, los productos de Apple son caros y, a veces, rácanos en especificaciones. Pero la tecnología no se usa sobre el papel, se usa en la vida real. Y ahí es donde Apple ha encontrado una fórmula que, por mucho que les pese a sus detractores, sigue funcionando con la precisión de un reloj suizo. O mejor dicho, de un Apple Watch.
