Publicado: diciembre 7, 2025, 9:01 am
“La sangre no es agua” (krv nije voda, en croata) es la frase que repiten Jorge Glibota y sus primos cada vez que tienen la oportunidad de verse o que hablan por teléfono. Jorge tiene 70 años y ya viajó más de 15 veces a Croacia para visitar a los Glibota que viven de ese lado del mundo.
Su familia es oriunda de Slivno, una aldea de la provincia de Dalmacia, a 16 kilómetros de Split. Sus papás, Juan Glibota y Magdalena Glibota (primos de sexta o séptima generación) nacieron en ese lugar y, por separado, se instalaron en la Argentina cuando empezó la Segunda Guerra Mundial. “A inicios del siglo XX la aldea no daba más y entonces mi papá, junto a uno de sus cinco hermanos, emigraron durante el Llamado de las Américas. En 1937 mi papá llegó a Villa Mugueta, Santa Fe, donde trabajaron varios meses”, cuenta.
De allí se trasladan a Chaco donde la comunidad croata se había comenzado a instalar. En ese lugar conoció a Mande y empiezan una relación que ellos llamaban “pico, pala y hacha”. “Se trabajaba de sol a sol y no había ningún tipo de infraestructura: no tenían luz, ni electricidad, nada”, detalla. Tuvieron siete hijos: el mayor, Antonio, falleció a los 11 meses por un problema de salud y el menor, Jorge, fue uno de los únicos que pudo terminar la escuela y recibirse de contador público.
“En nuestro hogar se hablaba en ‘la idioma’ como decían ellos. Mamá y papá se juntaban con otras familias que vivían en la zona como los Marinich, Milovic, Bodanovic, Katavich, Losina, Cherne, Markonic que también eran croatas. Gracias a que íbamos a una escuela rural, pudimos aprender el español”, cuenta y detalla que la relación con los parientes que habían quedado en Europa se mantenía a través de cartas.
Cuando se recibió, en 1977, llegó su primer viaje a Croacia: “Fui solo con todas las recomendaciones que me dieron. Llegué a Dubrovnik y me instalé en un hotel. Con la guía telefónica busqué Split y mi apellido. Marqué un número, alguien me atendió. Le expliqué en mi idioma de aldea quién era y, del otro lado, ‘Ante’ (Antonio) Glibota me contestó: ‘Yo soy tu primo. Vení a Split’”. Alquiló un auto y empezó la recorrida. Un viaje que debía ser por unos días, se transformó en uno de tres meses.
“Conocí a mis tíos, también a mis primos. Desde ese momento, hemos forjado una fuerte hermandad y, fue en ese viaje, que nació la frase: la sangre no es agua. Fue una experiencia demasiado emotiva”, afirma y cuenta que pudo ir a algunos festivales locales y cantar algunas canciones croatas de folkore que su papá y su mamá le habían enseñado. Esa fue la primera vez de muchas que viajó a Croacia para visitar el lugar donde habían nacido sus padres.
El turismo de raíces, viajar con la motivación de conocer el lugar de dónde proviene la familia, de conocer la casa de abuelos y bisabuelos y los sitios que frecuentaban, es una tendencia mundial. Un viaje que agita sentimientos, recuerdos y transporta a un pasado de inmigración, a una tierra lejana que siempre estuvo presente en los relatos familiares. Solo considerando Italia, hay más de 80 millones de descendientes en el mundo y, por lo tanto, potenciales turistas interesados en hacer este tipo de experiencias.

Una herencia que no se roba
Jorge viajó muchas veces más a Croacia: fue a especializarse a Israel y visitó Croacia; su luna de miel fue allí y hasta concibió, intencionalmente, a su primera hija, Marianela en Slivno. Tuvo cuatro hijos más con María Elena: Macarena, Ivo, Jorge Nicolás y Micaela, todos con doble nacionalidad. Dos de los cinco decidieron hacer el Croaticum, un programa de seis meses para aprender croata y familiarizarse con la cultura del país.
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“Yo desde pequeñita siempre he escuchado música croata. Hemos probado sus comidas y sabemos contar y decir algunas cosas en ese idioma”, cuenta Marianela Glibota, de 40 años, quien nació en Sáenz Peña, Chaco, y vive hace más de 15 años en Madrid, España. Es mamá de dos niños, Ema y Mateo, quienes nacieron en Europa. En su haber puede contar más de siete viajes al país de sus ancestros.
Ella fue una de las que decidió, en 2007, viajar desde Chaco a Split para hacer un semestre de la facultad. “Ese fue el momento más trascendente de mi vida con respecto a Croacia. Hice muchos amigos por los que luego volví para festejar sus casamientos. También cambió mucho la relación con mis primos que viven allá”, explica.
Cada vez que visita Slivno, su marido Sergio (mendocino) se sorprende por lo mismo: “Siempre me dice: ‘No podés ser tan parecida a esa persona’. Y es cierto porque tenemos rasgos muy croatas. Eso a mi me llena de orgullo”, detalla. En Madrid, una de las primeras cosas que hizo fue visitar la Embajada de Croacia para generar un vínculo que hoy mantiene y que transmite a sus hijos. Ambos saben el idioma y algunas canciones tradicionales.
Uno de los viajes a Croacia que recuerda con más cariño ocurrió en 2001 cuando su papá, junto a Pedro Glibota, un primo que vive en París, organizaron un encuentro de todos los Glibota del mundo en la aldea Slivno. Hubo más de 17 países representados. “Fue mágico. Fue la primera vez que viajamos con mis hermanos y mis papás. Estuvimos casi un mes celebrando. Salió hasta en los diarios”, cuenta.
¿Hay lugar para sentir a dos países tan diferentes y tan lejanos como parte de tu identidad? Quizás sea algo poco común para la mayoría de las personas, pero no para los Glibota.
“Mi sentimiento hacia Croacia es infinito. No existe ninguna persona que haya pasado por nuestras vidas que no sepa que somos croatas. En cambio, mi sentimiento más argento nació cuando nacieron mis hijos. Con mi marido les hemos hablado tanto de Argentina, de Chaco, de Mendoza, que ellos aman mucho esa tierra donde nacieron sus papás”, finaliza Marianela y el círculo parece cerrarse: unos padres que transmiten a sus hijos el amor por su tierra y por un lugar muy lejano al de ellos, pero que sienten como propio.
Un descubrimiento
Luciano Zahradnicek no tenía expectativas de conocer el pueblo de su bisabuelo materno en el viaje que emprendió hacia Italia en 2022. “Durante la pandemia, vivía en lo de mis viejos y me volví un poco loco. Un día mi vieja me dice: ‘¿Por qué no te anotás en algo que te saque de esta situación? Estudiá un idioma’. Yo le contesté que para qué si no se podía viajar, pero finalmente empecé”, cuenta.
Desde ese momento, su interés por la cultura y por el idioma italiano empezó a ser cada vez mayor. Rindió exámenes internacionales y, luego de la pandemia, decidió viajar hacia el país pero sin intenciones de visitar Palmi, el pueblo de Calabria en el que había nacido su bisabuelo. Llegó hasta Tropea y, en ese momento sin pensarlo mucho, sacó un boleto de tren hasta ese lugar.

“Cuando llegué me quise morir porque no era lo que yo había visto en los otros pueblos de la zona”, cuenta y detalla que, al llegar a la estación, tuvo que conseguir un colectivo que lo llevara hasta el pueblo porque el tren lo dejaba en la punta de una montaña.
Al llegar al centro, eran tres manzanas con la catedral, dos edificios de Gobierno, una plaza y una avenida principal. Eso era todo. “Estaba todo cerrado, el pueblo estaba muerto. Lo único que vi abierto fue una panadería así que me acerqué y le comenté: ”Yo tengo a mi bisabuelo que nació acá y se fue a vivir a la Argentina en la época de la guerra. Su apellido es Parrello. ¿Conocen a alguien?“. La chica que atendía me dijo: ”La mayoría en este pueblo tiene ese apellido, pero no te puedo ayudar’”, detalla.
Luciano siguió caminando un poco más y vio un negocio de tabaco abierto. Entró y una empleada de unos 30 años lo recibió con una sonrisa. “Le pregunté lo mismo que antes y me contestó que no tenía idea, pero que su jefe tenía ese mismo apellido y que estaba por llegar. Al toque se presentó un tipo de nombre Giuseppe y me empezó a preguntar quién era yo”, explica.
Su bisabuelo, Vincenzo, nació en ese lugar y la poca información que tenía de él era por su abuelo Vicente y por los papeles que había ido recolectando para tramitar la ciudadanía. Giuseppe lo llevó a recorrer todo el pueblo y hasta lo invitó a su casa.
“Me mostró fotos de su familia y me dijo que mi bisabuelo debía ser primo de su padre. Él sabía que había familiares en la Argentina. En un momento me llevó a una plaza e hizo una llamada por teléfono. A la media hora apareció otro hombre, Domenico, que resultó ser primo de la familia. Me comentó que él tramitaba ciudadanías y me podía ayudar”, detalla. Quedaron en contacto para que Luciano pudiera recolectar todos los papeles en la Argentina y volver a tramitarla.
También lo llevó a recorrer la parte turística de Palmi, con su Teatro Griego y sus Tres Cruces, y un campo de olivares que es de lo que Giuseppe vive. El tour terminó cuando se hizo de noche y Giuseppe lo llevó hasta la estación de tren. “Me dijo que le había caído en gracia y que le había oxigenado el día. Nos hicimos una selfie y nos despedimos”, cuenta.
El viaje tuvo también una dimensión emocional profunda. “Mi bisabuelo emigró durante la guerra y murió cuando mi abuelo era chico. Por eso, en mi familia nunca se habló mucho del pasado italiano. Mi abuelo recién de grande empezó a recordar que su padre era de Palmi. Sentí que viajar era una forma de cerrar ese círculo, de darle un nuevo sentido a esa historia”.
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A este viaje hacia las raíces se le suma una aventura extra que fue conseguir el rol matricular de su bisabuelo, un papel que le hacían a quienes se enrolaban en el ejército que tenía desde información sobre la estatura hasta el color de ojos. Este trámite lo hizo unos días antes de llegar a Tropea y lo retiró por el Archivo Histórico de la ciudad.
“En ese papel decía que su oficio era carnicero, que fue lo mismo que hizo cuando llegó a la Argentina. En Palmi pude conocer, también gracias a Giuseppe, una carnicería histórica de la familia. Probablemente fue el lugar donde trabajó mi bisabuelo Vincenzo antes de la guerra”, explica.
Al llegar a la Argentina, Luciano imprimió todas las fotos del viaje para regalarle a su abuelo junto al rol matricular de su bisabuelo. “Se lo entregué en un sobre y le dije: ‘Este es mi regalo para vos’. Valió la pena hacer el viaje para poder traerle a él información de su infancia o de su papá que quizás de otra manera no hubiese podido acceder a eso. Es muy fuerte”, finaliza.
El homenaje de volver
Algimiro Castiñeira llegó a la Argentina cuando tenía 24 años desde la aldea de A Torre, de la ciudad de Villalba en Galicia, España. Era la época de la guerra y cuatro de sus hermanos tuvieron que alistarse. Dos de ellos murieron en combate y cinco terminaron instalándose en la Argentina en diferentes momentos. Argimiro fue el que se encargó de traer a los dos hermanos más chicos.
Se instalaron en Córdoba donde un tío trabajaba como sastre y fue quien los ayudó con los pasajes y les envió la carta de invitación que necesitaban para entrar al país. “Mi papá trabajaba todo el día en la sastrería, cosía a mano, hasta que le sangraban los dedos. No paraba. A veces estaba tan cansado que su tía le daba café para que se pudiera mantener despierto. Decía que acá se trabajaba mucho, pero se comía bien. Siempre contaba eso: que allá en Galicia pasaban hambre, y acá, aunque fuera a puro esfuerzo, había comida en la mesa”, detalla Matilde Castiñeira, la hija del medio de Argimiro y explica que esa fue su vida hasta que logró poner su propia zapatería con cuatro socios.

La primera vez que Matilde fue a España tenía 5 años. Partió en barco con su mamá, que también había nacido allá, y su hermano menor. Se quedaron nueve meses mientras Algimiro construía en Córdoba la que sería la casa familiar durante mucho tiempo. “Esa primera vez me acuerdo que agarré justo los últimos dos meses de escuela de mis primos, así que iba con ellos a un aula rural”, cuenta.
Ese fue el primero de varios que hicieron en familia. En 1975, Argimiro junto a su esposa y sus tres hijos, decidieron emprender la segunda visita a España. “Viajamos en tren hasta Buenos Aires. Era toda una odisea. Porque en esa época no era común hacer viajes tan largos”, detalla. Cada vez que iban visitaban a ambas familias y pasaban mucho tiempo con tíos y primos.
“Cada vez que nos despedíamos llorábamos porque durante el tiempo que estábamos se establecía un vínculo afectivo que era muy grande. Yo tenía primos y primas de la misma edad, entonces me dolía mucho dejarlos. Era especial volver a esos lugares que de pequeño te habían contado, pero que no tenés mucha conciencia de cómo son”, expresa y cuenta que un recuerdo que tiene grabado en su corazón es el sabor de las papas fritas que hacía su tía con aceite de oliva. “Cada vez que siento ese aroma, vuelvo a ese lugar”, dice.
En 2025, Argimiro hubiese cumplido 100 años y Matilde, junto a sus dos hermanos, decidieron volver a A Torre. Fue un viaje que prepararon con mucho tiempo de anticipación y al que, llegada la fecha, se sumaron más miembros de la familia como sus dos hijos, Florencia, que tiene dos hijos y vive en Coruña, y Pablo, que vive en México. “Le hicimos una especie de homenaje. Mandamos a hacer una cerámica en Triana y la colocamos en una fuente de la aldea. Justo donde pasa uno de los caminos de Santiago”, detalla y cuenta que la placa está escrita en gallego, idioma que ella comenzó a estudiar en este último tiempo. También se hicieron gorras y unos stickers con algunas frases que siempre decía Argimiro como “si me permiten, voy a meter la cuchara”.
Esa vez, al igual que todas las veces que visitaban el pueblo, se juntaron con primos y sobrinos a festejar en la que fue la casa de su papá, que aún hoy sigue en pie. Una prima hizo pulpo y empanada a la gallega para todos. Matilde llevó impresas algunas fotos de los últimos años para compartir con toda la familia.
“La canción América, de Nino Bravo, me lleva a un recuerdo muy vívido. Mi papá nos había ido a buscar a mí y a mis primas más grandes a una verbena. Estábamos caminando, yendo al auto mientras sonaba esta canción. Al otro día nosotros volvíamos a la Argentina y yo lloraba. Cada vez que la escucho me acuerdo de ese lugar con lucecitas y de la alegría que tenía mi mamá y mi papá cada vez que visitábamos su tierra”, finaliza.

Diferentes iniciativas para acortar distancias
Si bien es algo que empezó de forma espontánea, las embajadas -sobre todo la de Italia y España- comenzaron a ponerle atención y a incentivar el turismo de raíces con diferentes programas.
Italea es una iniciativa del Ministerio de Asuntos Exteriores y de Cooperación Internacional de Italia que busca incentivar a que las personas se animen a viajar y a redescubrir sus orígenes italianos.
A través del sitio web www. italea.com, los viajeros pueden introducir el municipio o región del antepasado y acceder a guías turísticas estandarizadas o solicitar un itinerario personalizado. Para esto último, la página pide algunos datos: origen del viaje, municipio que se quiere visitar, fechas, cantidad de viajeros, entre otros. Una vez enviada la solicitud, el equipo de Italea se pondrá en contacto por mail con un itinerario tentativo.
El coordinador del proyecto, Giovanni María De Vita explicó: “No solo se trata de promover, sino que creamos una oferta turística en diferentes regiones de Italia, donde se proponen actividades que permiten a los ítalo-descendientes descubrir los lugares donde nacieron los antepasados”. Además de conocer las regiones, el proyecto ITALEA “propone la investigación genealógica que va a individualizar la casa, por ejemplo, donde nació el antepasado”, contó De Vita.
Por el lado de España, si bien no hay un programa integral, cada entidad lo maneja a través de su comunidad autónoma. Por ejemplo, en el caso de Galicia, existe un programa llamado Reencuentro con Galicia que financia viajes para que emigrantes gallegos que residan en América puedan volver a su lugar de origen. En el caso de Castilla y León, el programa se llama Añoranza y busca que los mayores de 60 años que sean ciudadanos de esta región puedan tener una estancia temporal en su lugar de origen.
En Irlanda, por ejemplo, la ONG Ireland Reaching Out que se encarga de ayudar a la gente que tiene ascendencia irlandesa a conectar con sus raíces. Ayudan a trackear ancestros e incluso a hacer de guías a las personas que deciden viajar para conocer el lugar de donde viene su familia. En Europa incluso hay agencias privadas que se dedican únicamente a ofrecer experiencias de turismo de raíces en países como Polonia, Hungría, Austria y más.
